David Foster Wallace

El zen puro seguirá existiendo cuando los esnobs como yo hayan desaparecido

Tardé exactamente cuatro libros de David Foster Wallace y tres libros y medio de J. D. Salinger para darme cuenta de la cosa más obvia del mundo, y es que uno de los dos se estaba copiando. La cronología le da la derecha al buen Jerome. Lo cual dice mucho en favor de él, porque no es lo mismo escribir acerca del desastre de vivir en Estados Unidos (o, más bien, de vivir) en 1950 que hacerlo en 1990. David tenía al propio Jerome y a Pynchon y a toda la barra de su generación a favor. David fue el genio sobresaliente de una camada de escritores. Jerome, en cambio, inventó todo.

Por supuesto, no soy el primero que se da cuenta del parentesco entre D.F.W. y J.D.S. Quizás debería haberme dado cuenta antes. O quizás lo hice, pero me olvidé o me hice el sota y ahora vuelvo a poner cara de asombro como si nunca hubiera pasado.

La cuestión es que busqué en la red gente que hubiera hablado de esta afinidad y me resultó curioso (estéticamente curioso, quiero decir) encontrar alguien a quien el insight le sucedió después de haber leído probablemente las dos mejores obras de cada uno (El guardián entre el centeno y La broma infinita). A mí me pasó con las dos peores obras. O, al menos, las dos peores entre las que leí: Levantad, carpinteros, la viga maestra, y Seymour, una introducción de Salinger, y Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer, de David. La broma infinita no la leí (de paso, aviso que si alguien me dice dónde encontrar este libro en Argentina o Uruguay, le cocino ñoquis), y El guardián entre el centeno está bastante difusa en mi memoria.

Lo que une a David con Jerome es un problema que tienen en común. Son personas extremadamente inteligentes, superdotados, a los cuales la normalidad de su vida occidental del siglo XX los perturba. Ambos, al mismo tiempo, comprenden que la pose de genio perturbado, de héroe cínico, no conduce a nada productivo y es, en cambio, uno más de los tantos roles típicos que la sociedad de la post segunda guerra mundial estadounidense tiene para ofrecer. No pueden evitar despreciar al 99 por ciento de las personas normales, aunque al mismo tiempo ellos saben que no son capaces de proponer una solución al sufrimiento y a la estupidez. En algún punto, saben que el mundo tal cual lo vivimos no permite una respuesta eficaz al sufrimiento.

La obra de Salinger es fácil de entender en estos términos. El guardián entre el centeno es el punto de partida. Holden Caulfield es el adolescente que no puede entender el mundo en el que vive y termina hospitalizado por una crisis mental. Los libros posteriores de Salinger son intentos, cada vez más radicales, de dar una respuesta al problema de Holden. En Franny y Zooey, la crisis mental de Franny es el punto de partida de la novela, y a partir de ahí, la respuesta, siempre incompleta, siempre ardua, está metida en el plano de lo religioso. En Seymour, una introducción, se asume ya más abiertamente la conversión religiosa y se la propone como la solución verdadera. Lo curioso en Salinger es que a pesar de que alcanzó, al menos en teoría, la solución al gran problema de la existencia, siempre queda en su escritura un tono llamativamente melancólico. Como si Salinger sufriera, bien porque se siente un farsante cuando afirma que asume el modo de vida taoísta, o bien por la imposibilidad de transmitir su experiencia religiosa a través del lenguaje. Por una cosa u otra, texto a texto su escritura se va a haciendo más fragmentaria y autorreferente. Salinger no puede afirmar nada sin agregar un matiz o una afirmación en contrario. No puede describir nada sin sentir que lo hace de forma imperfecta. La tristeza que uno siente al leer a Salinger viene, en buena medida, de la comprobación de la inutilidad de toda escritura.

Salinger escribe en Seymour, una introducción:

«(…) he llegado a saber, mejor que nadie, que alguien que escribe en éxtasis de felicidad suele ser un tipo demasiado agotador para tenerlo cerca.»

«La marca, pues, del religioso evolucionado (…) es que suele comportarse como un tonto, incluso como un imbécil.»

«Me doy cuenta de que el incesante júbilo interior que siento y que espero haber llamado correctamente aunque con tanta reiteración, felicidad, amenaza con convertir toda esta obra en el soliloquio de un idiota.»

«Pido perdón por esta verborragia. Por desgracia es probable que haya más.»

«¿Por qué me cansa tanto esto? Las manos me transpiran, se me revuelven las tripas.»

«El zen puro, ¿es necesario añadirlo? -y creo que sí, al paso que voy- seguirá existiendo cuando los esnobs como yo hayan desaparecido.»

Lo anterior es solo una muestra de cientos de referencias parecidas que sobrecargan el texto (el cual, para ser breve, se trata de una mera descripción que hace Buddy Glass de su hermano mayor Seymour) hasta volverlo insoportable.

Yo creo que Salinger sufre porque sabe que sigue atrapado en el mundo de antes, en el de Holden. Es el peligro de toda conversión. Cuanto más radical es tu cambio, más temés ser un farsante. Salinger parece estar siempre al borde de matarse como el mismo Seymour, es decir, matarse por no entender nada del mundo donde vive.

David es de la misma estirpe que Jerome, pero se planta un paso antes. No es que descarte lo espiritual cuando le busca una solución a la vida. David viene de familia cristiana, y en varios de sus ensayos alude a la necesidad de buscar una salida religiosa a la agobiante frustración cotidiana, dada la inutilidad de cualquier otra vía.

David es cristiano (Jerome también lo era, además de taoísta), pero es un cristiano incapaz de creer. David no puede creer en dios sencillamente porque sabe que es una pelotudez creer en dios, aunque al mismo tiempo sabe que es necesario creer en dios si se quiere tener una vida mínimamente feliz, razón por la cual envidia a la gente que cree en dios, sin dejar de subestimarlos y despreciarlos, cosa de la que se da cuenta y por la cual se siente miserable.

Los personajes de David se siguen preguntando eternamente las preguntas de Holden Caulfield. Es más, la obra de David, como bien se dice acá, es una reescritura al infinito de El guardián entre el centeno. La ventaja que tiene David es que ya sabe que la solución de Jerome es insatisfactoria (y lo sabe justamente por haber leído la obra de Salinger). En El neón de siempre, el protagonista va a clases de yoga y termina siendo el mejor discípulo de su maestro, pero es terriblemente consciente de que miente como el peor cada vez que simula que está meditando. Sabe que para él es imposible la solución del yoga, sabe que el yoga es para él lo mismo que antes fue la cocaína o el método Waldorf.

David sabe que estamos hasta el cuello y que probablemente lo único que nos queda es terminar chiflados o explotar o colgarnos. Probablemente no hay ninguna solución. Pero si detrás de toda la maraña de sufrimiento y cinismo en la que vivimos, hay algo, es solamente siguiendo hasta el mismísimo final las fabulaciones de Holden que lo vamos a encontrar.

Por supuesto que David jamás encontró nada y por eso se mató (en la vida real, quiero decir). A Jerome le fue un poco mejor con su yoga: se recluyó para siempre en su choza a meditar.

Pero como a mí me importa mucho menos el destino de estos tipos que su obra, es que defiendo a David. David siguió luchando con el lenguaje hasta que no le dio más el cuero. Jerome «encontró» la solución, aunque yo (de envidia, por supuesto) sospecho que esa solución nunca fue del todo satisfactoria para él. Ningún autor fue capaz de transmitir tanta melancolía al hablar de su felicidad.

Yo no le creo a Jerome (y que Jerome me perdone). A David, sí.

De todas formas, claro, son dos grandes hermanos. Ambos comparten ese defecto en la personalidad que no les permite simplemente pasar del mundo y denunciarlo a rabiar. Ambos son «chicos buenos», a pesar de sí mismos. La paradoja del superyó*. Henry Miller, Bukowski y Céline, menos neuróticos, simplemente mandan el mundo a cagar. J.D.S. y D.F.W. no pueden dejar de sentir piedad por el mundo. Esa piedad, hija del sentimentalismo, lo mandó a uno a la tumba y a otro al ostracismo.

Moraleja: hay que tenerle desconfianza a la «buena conciencia».

* http://presspectiva.net/  (dossieres, literatura americana, David Foster Wallace)

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El turismo y los insectos

Leo: “Al alma probablemente le siente bien ser turista, aunque sea solo muy de vez en cuando. No digo que le siente bien de una forma refrescante o iluminadora, sino más bien de una forma sombría, severa, estilo ‘Miremos los hechos con franqueza y encontremos una forma de abordarlos’ ”.

Hace dos años, yo estaba en El Calafate. Estaba con mi compañera. Era de noche y se largó a llover y nos refugiamos bajo el alero de un negocio. En esa circunstancia, escuchamos a una pareja, parada bajo el mismo alero, que, en conversación con dos italianos, enumeraba los distintos lugares del mundo que habían conocido juntos, en un tono entre orgulloso y ansioso. Apenas podían detenerse en la descripción de un lugar, que ya estaban nombrando otro. Los italianos, desbordados, intentaban sin éxito colar algún comentario. La escena resultante era algo entre cómico e insoportable.

Leo: “Mi experiencia personal no me ha demostrado nunca que viajar por el país amplíe mis horizontes o resulte relajante…”

Hace dos años, yo creía que me gustaba viajar. O, mejor dicho, me gustaba viajar. Lo que no tenía demasiado claro era por qué me gustaba. Yo, lo admito, me veía distinto de aquella pareja que estaba bajo el alero del negocio. Yo (y mi compañera, porque, en realidad, los viajes siempre los hice con mi compañera, y es imposible pensarlos sin ella) pensaba que el hecho de dormir en una carpa y no en un hotel, que la circunstancia de viajar a dedo y no en avión, nos convertían en algo así como viajeros de verdad, aventureros reales.

Leo: “… sino más bien que el turismo… resulta radicalmente constrictivo, y humillante de la peor forma…”

Sin embargo, algo ya sospechaba. Y, consciente o no, las pruebas de mi sospecha están en que me interesé por condiciones de viaje cada vez más precarias. Como si la improvisación, la fragilidad y el riesgo fueran las armas, o las esperanzas, para combatir a un mundo cada vez más convencional, más imitativo de sí mismo.

Leo: “Ser un turista de masas equivale a convertirse en un puro americano de los tiempos que corren: foráneo, ignorante, codicioso de algo que nunca se puede tener y decepcionado de una forma que nunca se puede admitir”.

Pero, más allá del cierto consuelo de esperar en una ruta, del innegable alivio de caminar en soledad por la montaña (y es que, a esta altura, el solo hecho de pensar en una reserva de hotel o en una excursión con guía me trae el vómito a la garganta), el problema sigue siendo el mismo. Es más: si se quiere, hasta es razonable pensar que una buena cuota de esnobismo se esconde en viajar como mochilero cuando uno tiene el dinero suficiente para hacerlo de otra manera.

Leo: “Implica estropear, en virtud de la propia ontología, la misma cosa no estropeada que uno ha ido a experimentar”.

Por no mencionar que, en realidad, cargar con mochilas es algo incómodo y bochornoso, que trae fastidio el noventa por ciento del tiempo y que solo brinda satisfacción cuando uno llega a un lugar con la sensación exaltada de “misión cumplida”.

Leo: “Implica imponerse a uno mismo sobre lugares que en todos los sentidos menos el económico serían mejores y más reales si uno no estuviera”.

Y ahí está la clave del asunto. “Misión cumplida”. ¿Misión cumplida de qué? La fórmula misma está basada en la idea de que viajar es simplemente acumular kilómetros o lugares (de los cuales muy pronto nos vamos a olvidar hasta de sus nombres), de que es imperioso fotografiar todos los detalles hasta el infinito para luego poder atormentar a los amigos (y a nosotros mismos a través del recuerdo en voz baja, del recuerdo de antes de irnos a dormir) con descripciones aborrecibles del estilo “una montaña increíble” o “un río azul como no te das una idea”.

Leo: “Implica, en las colas y en los atascos y en las transacciones sin fin, afrontar una dimensión de uno mismo que resulta tan ineludible como dolorosa: en tanto que turista, te vuelves económicamente significativo pero existencialmente aborrecible, como un insecto posado sobre algo muerto”.

Y ni hablar de las anécdotas y de las “experiencias de vida” que uno trae. Ni hablar de la sabiduría o de la “visión del mundo” que se acumula recorriendo la Tierra. Los contactos con los lugareños se reducen a unas pocas posibilidades. O bien te quieren vender algo, o bien (en el caso nuestro, de seudo-mochileros) es uno el que les pide favores. Los que te quieren vender algo, en realidad te desprecian. Te desprecian porque vos, y otros más como vos, arrogantes y estúpidos, vienen a arruinarles su lugar, a infectárselo, y porque, a pesar de esto y para colmo, están obligados a ubicarse en la posición hipócrita de vendedor/guía/anfitrión amable si quieren ganar unos pesos para vivir. Y, si venís como mochilero y no les comprás, como yo, te ignoran, porque no les interesa perder el tiempo, o te tienen miedo, porque intuyen que de alguna manera podés arruinarles su negocio. Ellos, sin saberlo, también fueron contaminados por la indignidad de los turistas. Ellos, por culpa de los turistas (y gracias a ellos, que en definitiva son los que les dan de comer), se volvieron más ruines todavía que sus huéspedes.

Vuelvo a leer: “existencialmente aborrecible, como un insecto posado sobre algo muerto”.

* El texto que leo es del ensayo «Hablemos de langostas», de David Foster Wallace.

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Foster Wallace dixit

“Yo tuve un profesor que me caía muy bien y que aseguraba que la tarea de la buena escritura era la de darle calma a los perturbados y perturbar a los que están calmados.”

Un grande David.

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