Ignacio Martínez

Las disputas políticas en el sistema de la cultura

Publicado originalmente en Hemisferio Izquierdo.

En sus diálogos con Juan José Saer, Ricardo Piglia dice que lo central de la práctica política de un artista no es a quién vota, con qué partido simpatiza o cuán «progresistas» son sus opiniones, sino cuál es su posición en relación con el sistema de la cultura:

A menudo, las posiciones políticas de un escritor tienen mucho que ver con el modo en que se relaciona con el mercado, con la circulación de los textos, con ciertos estereotipos y figuras de escritor. Es en esta política interna al debate de la relación entre la literatura y la sociedad donde se definen posiciones políticas nítidas de los escritores.

También dice:

Discutir la relación con el mercado, la relación con los mass media, supone un sistema de politización de los escritores. Es la experiencia específica la que ayuda a la politización. Yo digo siempre que lo que politizó y llevó a la izquierda a Arlt fue su experiencia como escritor marginal, su relación con el establishment literario y la tensión que tenían el estilo y la literatura que practicaba con la sociedad literaria con que se encontró.

Esta guerra de Arlt contra el establishment queda famosamente clara en sus palabras preliminares a Los lanzallamas, pero también en batallas más cotidianas como la que dio contra la Sociedad Argentina de Escritores, un emprendimiento auspiciado y comandado por el editor Samuel Glusberg, cuya primera presidencia ejerció el ferviente fascista Leopoldo Lugones. La SADE, bajo el eslogan de representar «los intereses morales y materiales» de los escritores, lo que en realidad buscaba era —como su nombre lo sugiere— vejar a la gran masa de literatos, en beneficio de una comisión directiva autoimpuesta que gobernaba por sí y para sí, invitando al resto de los escritores a ser «socios administrados». En 1928 y 1929, Arlt le dedicó a la SADE una serie de aguafuertes en las que no ahorró sarcasmos sobre la edad avanzada y el conservadurismo galopante de sus dirigentes, burlándose también de la perspectiva que podría ofrecer a los escritores una sociedad impulsada y manejada por un editor. No fue el único: Elías Castelnuovo, uno de los escritores a quienes se invitó a ser socio administrado, respondió que le habría encantado ser parte de una verdadera gremial de escritores, pero que la SADE era más bien «un patronato de esclavos federados», y su mesa directiva, «una camorra literaria».

Noventa años después, en la otra orilla del Río de la Plata, las palabras de Arlt y Castelnuovo resuenan en los alrededores de las calles Canelones y Paraguay, donde se encuentra la sede de la Asociación General de Autores del Uruguay. Fundada en la misma época que la SADE, el fin declarado de esta asociación es “la defensa de los Derechos de Autor” —con mayúsculas—, “tanto moral como patrimonial”. A diferencia de otras asociaciones sin fines de lucro, su consejo directivo es generosamente remunerado. Del mismo modo que la SADE en 1928 instauraba su patronato de esclavos, aquí y ahora también la gran masa de socios de Agadu son socios administrados, sin derecho a votar ni a ser elegidos como autoridades. Menos del 15% de los socios tiene derecho a voto. Mientras los 11 integrantes del consejo directivo, entre quienes solo hay 2 mujeres, se reparten más de 11 millones de pesos anuales, la enorme mayoría de los autores uruguayos no tiene la misma suerte: de los más de 500 millones de pesos que entran por año en esa gigantesca máquina de recaudar, casi la totalidad se reparte entre los gastos de administración, los pagos al exterior, las rentas de los editores y las regalías de un puñado de artistas famosos locales, casi todos hombres. La gran mayoría de los socios no ve nada y, peor todavía, tienen que pagarle a Agadu para poder presentarse en un recital o para publicar una obra de manera independiente. La cruel ironía es que la misma entidad que se jacta de representar los intereses de los autores es la que genera y cristaliza la división entre la élite de burócratas y el resto —los “esclavos federados”, como diría Castelnuovo—.

Entre los dirigentes de Agadu hay artistas relativamente conocidos que se declaran de izquierda, enmarcan sus opiniones dentro de corrientes progresistas o incluso están afiliados a partidos u organizaciones de izquierda. Jorge Schellemberg, Diego Drexler o Jorge Nasser, quienes forman parte del consejo directivo de Agadu, son algunos de estos autores que viven en la contradicción permanente de declararse “progresistas” en un plano político general, mientras en el interior del sistema de la cultura defienden y hacen crecer las desigualdades.

Un párrafo aparte merece Mauricio Ubal, artista que desde la década de 1970 tuvo una reconocida militancia de izquierda, y cuya canción “A redoblar” fue un emblema de la protesta contra la dictadura militar. Sin embargo, en 2004 asumió como presidente de la Cámara Uruguaya del Disco. Desde este nuevo rol desarrolló un activismo feroz en contra de la “piratería” y en defensa de la industria cultural, con un libreto calcado del que inventó la industria fonográfica estadounidense. Esta contradicción evidente no impidió que siguiera estando cerca de los partidos y organizaciones de izquierda y que en muchas oportunidades prestara su voz a campañas de corte progresista.

Si consideramos válida la perspectiva de Piglia y la aplicamos al contexto actual de Uruguay, podemos identificar la corriente conservadora de la cultura uruguaya por una forma específica de gestionar la producción, los ingresos, las oportunidades y el capital simbólico que da como resultado el aumento de las desigualdades en el campo cultural. Pero además, esta corriente se caracteriza por el tipo de relaciones que propone entre “los artistas” y el resto de la sociedad. Estas relaciones son “carnales” con el empresariado cultural, de colaboración con los medios masivos de comunicación y defensivas o corporativas en relación con los demás ámbitos sociales. Así, por ejemplo, escritores como Ignacio Martínez o Carlos Rehermann se encuentran más cerca de las posiciones de la Cámara del Libro que de los intereses de las bibliotecas o de las instituciones educativas, en cuanto al tipo de políticas culturales que proponen. La corriente conservadora se considera aliada del empresariado cultural, dado que todos forman parte del “sector cultural”, de la “familia de la cultura”, o, de manera más sintética y grandilocuente, de “la cultura”. En cambio, frente al resto de la sociedad, esta corriente reclama privilegios corporativos y jamás reconoce obligaciones. Así, la construcción de la idea de “la cultura” encubre las relaciones de clase que hay dentro y fuera del sistema cultural, y es por lo tanto ideología en el mismo sentido que es ideología hablar de “la gente” o “los uruguayos”.

Una de las tácticas más usadas por el conservadurismo cultural es la sacralización del arte, con la consiguiente creación de una orden o círculo “sagrado” del arte y de los artistas. Este círculo de pertenencia se usa, por un lado, para cooptar o excluir a otros artistas. La cooptación no tiene que ver con virtudes o valores estéticos, sino con amistades personales y con una actitud sumisa con el sistema cultural y mediático. Lo “sagrado” del arte, hacia afuera, sirve para reclamar un trato preferencial, para aumentar el peso de las posturas del grupo, y para usar la carta de la “incomprensión” o de la “ignorancia” frente a cualquier política que no se adapte a sus intereses.

Las corrientes progresistas de la cultura, en cambio, buscan derribar las desigualdades dentro del sistema cultural, así como desmercantilizar la producción y el acceso a los bienes culturales. Cobran cuerpo en muchos colectivos de artistas independientes, así como en distintos espacios y proyectos culturales comunitarios y públicos. Muchos colectivos musicales y teatrales trabajan con modelos solidarios, buscando socializar los recursos materiales y el reconocimiento, para el bien común, promoviendo además a los artistas más jóvenes e independientes. La relación de estos artistas con el sector empresarial es de antagonismo, y, en cambio, su relación con el público es horizontal, de igual a igual, en alianza.

Los espacios culturales, las bibliotecas, los museos y las instituciones educativas públicas cumplen, por lo general, un rol progresista en el sistema cultural. Su tarea es socializar la cultura, por lo que, más allá de las visiones sobre política general que tienen las personas que trabajan en esos ámbitos, su papel dentro del sistema tiende a incluir, a generar igualdad de oportunidades e igualdad de acceso a los bienes simbólicos.

Ejemplos de políticas progresistas en el campo cultural que atacan las desigualdades y las relaciones mercantiles hay muchísimos y muy variados. Podemos mencionar a las usinas de cultura, que socializan el acceso a determinados medios de producción cultural; las políticas de cultura libre, digitalización y puesta a disposición en Internet de obras en dominio público, que socializan y desmercantilizan en este caso el acceso a bienes culturales; y la organización de festivales independientes como Peach & Convention, del colectivo Esquizodelia, que brindan un ejemplo de democracia radical en la producción cultural.

Dentro del sistema de la cultura, la mayoría de las personas puede identificar más o menos bien quiénes se ubican dentro de la corriente conservadora y quiénes dentro de las corrientes progresistas. Sin embargo, desde afuera del sistema, y especialmente desde el movimiento social y desde la izquierda política, a veces cuesta entender las contradicciones o resultan incómodas dentro de la estrategia política más general. Hay quienes desde afuera abonan, deliberadamente o no, la idea de “la cultura” como algo homogéneo, idílico, compuesto por un puñado de caras famosas y queridas, a quienes la sociedad simplemente decide apoyar o no apoyar. Así, se rescata la figura del Mauricio Ubal coautor de “A redoblar” y se soslaya la del Mauricio Ubal presidente de una cámara empresarial que representa los intereses de multinacionales como Universal, Warner y Sony, por lo que, al final del día, no hay incomodidad en pedirle la voz para una campaña electoral.

Para todo movimiento político es inevitable evaluar cuánto cuesta y cuánto reditúa tener del lado propio a personajes reconocidos. Sería ingenuo pretender que un partido o movimiento político no pusiera en la balanza esta cuestión, pero también es ingenuo aspirar a un verdadero cambio de matriz cultural desde la izquierda si no tomamos en cuenta que muchos de quienes llamamos “nuestros artistas” han contribuido a un sistema cultural profundamente injusto, oligárquico y conservador. En definitiva, un sistema de derecha. Y es precisamente este sistema de derecha, construido a la medida del empresariado cultural y mediático, del que se benefician secundariamente unas pocas “estrellas” y burócratas locales, el que afecta derechos culturales muy básicos, aplastando la diversidad de voces, reforzando las visiones conservadoras hegemónicas y marginando a la mayoría de la población de la producción y acceso equitativo a la cultura.

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Deconstruyendo a Nacho

Hace unos días, Ignacio «Nacho» Martínez, escritor, editor, presidente del departamento de cultura del PIT-CNT, publicó en la revista Voces una nota que se titula «Ataques contra los autores«. El artículo, esencialmente un panfleto contra Creative Commons, la cultura libre y la “piratería infame”, puede entenderse mejor si tenemos en cuenta que, desde hace 20 años, él y otros intelectuales devenidos en lobistas de la propiedad intelectual decidieron encarar el asunto de las nuevas formas de acceso a la cultura como un ataque directo a su grupo de pertenencia. Ignorantes de las implicancias de las tecnologías digitales, emprendieron la estrategia de crear un cuco, que les resultó coyunturalmente provechosa para fortalecer su posición de privilegio en el sistema de la cultura.

La nota de Nacho arranca así:

Creative Commons (CC) emitió un Comunicado el 20.9.2017 atacando el posible tratado sobre Derecho de Autor entre la Unión Europea y el Mercosur porque apuntan a (…) extender el plazo del derecho de autor.

El comunicado de CC al que Nacho hace referencia es en realidad un análisis que está disponible en este enlace. Como se puede leer desde la primera línea, el análisis no se refiere a ningún tratado de derechos de autor, sino al capítulo de propiedad intelectual del Tratado de Libre Comercio Mercosur-Unión Europea. Este TLC se viene negociando desde el año 2000 y fue históricamente rechazado por los movimientos sociales y sindicales, incluido el PIT-CNT —del que Nacho forma parte—, que es un firme opositor de los tratados de libre comercio. Estos tratados refuerzan el rol de los países menos desarrollados como productores de materias primas y consumidores de bienes elaborados. A través del endurecimiento de la propiedad intelectual, dificultan la generación local de conocimiento y cultura, y hacen aumentar el pago de regalías por derechos de autor, patentes, marcas y denominaciones de origen a la industria multinacional. El documento de CC analiza un aspecto de esta injusticia, referido al endurecimiento del derecho de autor y su impacto sobre los derechos culturales. Y lo hace cuestionando un conjunto de puntos: la extensión del plazo de derecho de autor, la falta de excepciones obligatorias para proteger el interés público, la criminalización de la elusión de medidas tecnológicas de restricción aún en los casos en los que esa elusión es justificada, la introducción de órdenes judiciales preventivas contra infracciones “inminentes”, y la falta de transparencia de las negociaciones del tratado. Pese a todo esto, o, más precisamente, debido a todo esto, Nacho elige pararse a favor del TLC.

Nacho dice:

Uruguay debe aumentar la protección de los Derechos a 70 años después del fallecimiento del autor, unificándolo con todo el Mercosur y con Europa, y no 50 años como es ahora.

Si se aumenta 20 años el plazo de derecho de autor, como el TLC busca establecer, una inmensa cantidad de obras de autores fallecidos a mediados del siglo XX pasarán a estar nuevamente bajo dominio privado en nuestro país. Esto quiere decir que las obras no se podrán digitalizar ni poner a disposición de la ciudadanía para el acceso libre. Tampoco se podrán adaptar, traducir ni redistribuir sin restricciones. Es más, miles de obras ya disponibles en Internet tendrán que ser borradas de manera masiva, lo que se asemeja más a la quema de libros que a la protección de los autores. Pero además, cabe preguntarse de qué manera extender el plazo de 50 a 70 años postmortem puede proteger a autores que, digámoslo otra vez y de manera más clara, ya están muertos. Por otra parte, en cuanto al deseo de unificar el plazo con “todo” el Mercosur, Nacho muestra una visión restringida del bloque regional, al considerar como socios únicamente a Argentina, Brasil y Paraguay. Bolivia, estado parte en fase de adhesión, comparte el plazo de 50 años con Uruguay, y Venezuela, estado parte temporalmente suspendido por iniciativa de los gobiernos de derecha de Argentina y Brasil, tiene un plazo de 60 años.

Más adelante, Nacho cuestiona la afirmación de CC sobre que el TLC “limitará la capacidad de los estados del Mercosur de construir políticas públicas apropiadas para el ejercicio pleno de derechos fundamentales, tales como el derecho a la cultura y a la educación”. La limitación a las políticas públicas es el objetivo explícito del TLC, cuyo fin es imponer obligaciones regulatorias, limitando la capacidad de los estados de establecer políticas soberanas. Qué tanto esta limitación afectará los derechos culturales en nuestros países puede inferirse de la vehemencia con que los países europeos más ricos buscan imponer estas restricciones para ampliar el monopolio de sus industrias, y de la histórica resistencia de los países del Mercosur a los capítulos de propiedad intelectual de los TLC. Nacho parece conforme con el modelo neocolonial, y confía ingenuamente en que beneficie a los autores de Uruguay.

Luego se exalta:

¡Por favor! El sagrado derecho del público a estudiar y a acceder a todos los bienes culturales no es, no debe ser, limitando el derecho de los autores a las justas compensaciones por sus obras que tanto aportan a la cultura del país.

La apelación no sabemos a qué viene, dado que nadie propuso matar de hambre a los autores. Pero además pasa por alto que los titulares de los derechos de propiedad intelectual no son, en la enorme mayoría de los casos, los autores, sino las empresas editoriales, las discográficas y las distribuidoras audiovisuales. Si gente como Nacho pusiera un poco más de interés en mejorar los derechos laborales de los autores o en regular los contratos de edición, en lugar de en la propiedad intelectual, quizás haría un favor más grande a los escritores como él. ¿O será acaso que, al ser también editor, a veces sin darse cuenta se para de este lado?

Unos párrafos más adelante, después de ensalzar la generosidad de los autores, contando ejemplos que muestran que “los autores de todas las artes ofrecemos nuestras obras de manera absolutamente gratuita”, llega el núcleo central de todo el texto:

La piratería infame es lo que hace daño. Querer legalizar el manejo de las obras por parte de terceros, por encima de los derechos de los autores, es enterrar la creación y por ende deteriorar la cultura de un país (…) Creative Commons (…) son intermediarios, mercaderes del templo imperial cuya sede central se encuentra en Mountain View, en el estado de California, Estados Unidos. La cultura libre que profesan es la menos libre de las culturas.

Gracias, Nacho, por todo lo que nos das. Seguí diciendo que somos los mercaderes del templo imperial, que queremos enterrar la creación. No cejes en tu heroico esfuerzo, porque cuanto más lo repitas, cuanto más lo grites a viva voz, más ridículo quedás ante los ojos de una generación que está cambiando la forma de producir y acceder a la cultura, lo quieras o no. Una generación que está peleando para quitarte (pero no a vos en particular, no a vos por encono personal, sino a todos los que ocupan los lugares que vos ocupás y las posiciones ideológicas reaccionarias que vos defendés) los privilegios que hoy disfrutás.

Seguí diciendo, como decís en el párrafo final, en el broche de oro de tu panfleto:

CC puede seguir ofreciendo sus diversas maneras de contratación (licencias Creative Commons). Nadie pondrá objeciones. Son una empresa privada que quiere sacar sus ganancias. Pero debe detener sus ataques continuos contra los derechos de los autores y sus obras porque así lesionan la cultura de nuestro país.

¿Hace falta aclararte, como ya lo hicimos, que las licencias Creative Commons son una herramienta libre, gratuita y autogestionada, promovida por miles de militantes voluntarios de todo el mundo? ¿Hace falta repetirte, de nuevo, que si estamos en contra de los TLC y a favor de una reforma integral del derecho de autor es porque luchamos por un sistema cultural más justo y más igualitario? ¿Hace falta explicarte, otra vez, que nuestra construcción es junto a los movimientos sociales, porque somos un movimiento social más?

Pero dale, seguí negando que somos un movimiento social, seguí mintiendo con que somos una empresa, seguí apoyando los tratados de libre comercio que buscan explotarnos, seguí gritando que odiamos a los autores a pesar de que somos los mismos autores los que promovemos la cultura libre, seguí diciendo que queremos menoscabar, herir, fusilar y enterrar a la cultura. Nadie te va a frenar, porque sabemos que el presente y el futuro de la cultura son nuestros, que finalmente los de tu clase van a perder los privilegios y, cuando así sea, el sistema de la cultura va a ser un poco más justo.

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