María Moreno

Desgraciados

En la literatura argentina del siglo XIX hay una circunstancia que se repite con frecuencia: la de desgraciarse.

La idea es presentada por Sarmiento en un pasaje del Facundo:

El hombre de la plebe de los demás países toma el cuchillo para matar, y mata; el gaucho argentino lo desenvaina para pelear, y hiere solamente. Es preciso que esté muy borracho, es preciso que tenga instintos verdaderamente malos, o rencores muy profundos, para que atente contra la vida de su adversario. Su objeto es sólo marcarlo, darle una tajada en la cara, dejarle una señal indeleble. Así, se ve a estos gauchos llenos de cicatrices, que rara vez son profundas. La riña, pues, se traba por brillar, por la gloria del vencimiento, por amor a la reputación. Ancho círculo se forma en torno de los combatientes, y los ojos siguen con pasión y avidez el centelleo de los puñales, que no cesan de agitarse un momento. Cuando la sangre corre a torrentes, los espectadores se creen obligados, en conciencia, a separarlos. Si sucede alguna desgracia, las simpatías están por el que se desgració: el mejor caballo le sirve para salvarse a parajes lejanos, y allí lo acoge el respeto o la compasión. Si la justicia le da alcance, no es raro que haga frente, y si corre a la partida, adquiere un renombre, desde entonces, que se dilata sobre una ancha circunferencia. Transcurre el tiempo, el juez ha sido mudado, y ya puede presentarse de nuevo en su pago, sin que se proceda a ulteriores persecuciones; está absuelto. Matar es una desgracia, a menos que el hecho se repita tantas veces que inspire horror el contacto del asesino.

María Moreno supo ver algo extraño e interesante en esta definición de la desgracia que hace Sarmiento. Dice Moreno en Black out:

Para la taxonomía del gaucho escrito, disgraciarse [así lo leyó ella, con i] no es morir sino matar.

La desgracia no es cualquier infortunio. Es un infortunio específico: la muerte violenta. Pero además de la especificidad, hay un corrimiento del significado. El que mata no desgracia al que muere, sino que se desgracia a sí mismo. No es el muerto, ni la familia del muerto, quien sufre la desgracia. La sufre el asesino.

Sarmiento usa el término en cursiva, tomando distancia de la idea, dando a entender que es una forma de decir de los gauchos, que corresponde a una forma de ver el mundo propia de bárbaros:

Desgraciadamente, el cantor, con ser el bardo argentino, no está libre de tener que habérselas con la justicia. También tiene que dar la cuenta de sendas puñaladas que ha distribuido, una o dos desgracias (¡muertes!) que tuvo y algún caballo o una muchacha que robó.

A María Moreno lo que más le interesa es la manera en que desgraciarse se asocia al alcohol. Ya en Sarmiento el gaucho se desgracia a causa de la borrachera. Y en Mansilla se repite la circunstancia. Comenta Moreno:

En Una excursión a los indios ranqueles, el cabo Gómez, confundiéndolo con un alférez que lo había humillado en el campo de batalla, mata a un vivandero y es ejecutado. Antes había apuñalado a su mujer, creyéndola con un amante en la cama. En los relatos de fogón del coronel Mansilla está el de un tal Crisóstomo que acuchilló a la que le negaba la hija que había tenido con él antes de casarse, y el de Miguelito que pagó el crimen de su padre, asesino por celos de un juez. Todos estaban borrachos.

Hay otro relato para agregar en ese mismo libro, que Moreno no menciona. Es el de Camargo, un compadre que anda con la hija de un comandante. El comandante le toma bronca, lo acusa de ofensas falsas y lo sale a buscar con la partida. Camargo los mata, huye y se termina sumando a la montonera del Chacho Peñaloza. Cuando Peñaloza es asesinado, se une a otro caudillo, hasta que una nueva derrota lo obliga a irse con los indios de Baigorrita. También la desgracia de Camargo tiene relación con el alcohol. Según Mansilla, Camargo tiene una existencia «que se consume contra el aguardiente y las reyertas de incesantes saturnales».

Moreno agrega el caso de Martín Fierro, que se desgracia matando al Negro. «Esa noche me apedé», dice Fierro, y confiesa que cuando le dice a la Negra «Va… ca… yendo gente al baile», lo hace a causa de «la mamúa». Es curioso, sin embargo, que en el momento de la pelea a muerte con el Negro, el efecto del alcohol desaparece de repente: «No hay cosa como el peligro / pa refrescar un mamao; / hasta la vista se aclara, / por mucho que haiga chupao.» Es decir que Fierro, repentinamente sobrio, tiene que hacerse cargo de culminar la desgracia que desencadenó borracho.

Pero hay mucho más que el alcohol en el hecho de desgraciarse.

Mansilla escribe el término desgraciarse ya sin las cursivas que usaba Sarmiento. De todas maneras, siguen siendo los personajes populares los que utilizan esta acepción de la palabra. Crisóstomo dice, por ejemplo: «Seguimos trabajando y aumentando lo poco que nos había quedado hasta que me desgracié…». Y Miguelito dice: «Una noche casi me desgracié con mi suegro». Mansilla, en cambio, nunca usa la palabra en este sentido.

¿Por qué la gente pobre habla de desgraciarse y no de matar? Quizás lo hacen para disimular la aberración moral, para buscar comprensión o lástima. Pero más probablemente, porque consideran que no hay aberración moral. Que en la Argentina del siglo XIX, no es uno el que mata sino las circunstancias las que obligan a matar. No hay remordimiento. El hecho se juzga desafortunado, motivado por causas externas. El destino se acepta.

Moreno dice que matar es desgraciarse porque es lo mismo que morir: «El matador, si hay “justicia”, morirá a manos del Estado.»

Pero eso no es así. Crisóstomo, después de apuñalar a la mujer, huye a los indios. Miguelito también escapa con los indios. La desgracia de matar no consiste en que uno va a morir. Matar es desgraciarse porque, al huir, se va a perder a la gente querida, se va a perder el lugar de origen, se van a perder todos los bienes. El desgraciado es un fugitivo, un exiliado.

Matar es una afrenta para la familia del muerto, que busca la venganza. Matar es también un motivo para ser perseguido por el Estado (aunque solo cuando el que mata es un pobre). Pero adonde el desgraciado llega, como dice Sarmiento, se lo recibe con respeto o con compasión. Porque para el pueblo, en cualquier lugar, matar no es algo malo. Es algo que le puede pasar a cualquiera. Para el pueblo, esa muerte no es asunto suyo.

Matar no es un crimen, es una desgracia, y buena parte de esa desgracia consiste en tener que escapar. Si es rápido y hábil, el desgraciado logra esquivar a la partida y refugiarse en otra provincia o con los indios. Lo importante es huir de la jurisdicción donde lo busca la partida y donde lo que le espera es la pena de muerte. Una vez cruzada la frontera, la ley ya no lo alcanza. No tiene nada que pagar entre sus nuevos vecinos. La responsabilidad del crimen se desvanece con el cambio de lugar.

Después de desgraciarse, la persona vive en desgracia. Vivir en desgracia es vivir en el exilio, en la pobreza, bajo costumbres diferentes. Quienes van a los indios viven en desgracia. Y esto no necesariamente porque sean esclavizados por los indios (muchos cristianos en desgracia gozaban de reputación entre los indios), sino porque viven en lugar ajeno, bajo una cultura ajena.

A veces un desgraciado puede visitar, a escondidas, a la gente perdida. Pero es difícil y es arriesgado. Requiere de la complicidad de algún antiguo amigo, o del soborno a algún funcionario. La desgracia, por lo tanto, no es un estado absoluto ni eterno. También, como decía Sarmiento, puede terminar cuando el juez o el gobernador del lugar donde se mató ya fue desplazado o depuesto.

En el Martín Fierro, Cruz también se desgracia. Un día encuentra al Comandante abrazando a su china y empieza una pelea. Un hombre del comandante le dispara con un revólver, pero Cruz es rápido de reflejos y logra matarlo con el cuchillo:

Después de aquella desgracia
me refugié en los pajales,
anduve entre los cardales
como vicho sin guarida—
pero, amigo, es esa vida
como vida de animales.

Igual que los personajes de Mansilla, Cruz y Fierro terminan yendo a vivir con los indios.

El desgraciado no tiene por qué ser especialmente violento. Miguelito, en la novela de Mansilla, evita otras desgracias porque no es matador. En su universo, las desgracias rondan a las personas, y las personas honradas tratan de evitarlas, pero a veces no pueden. Los matadores no son desgraciados, son otra cosa. Los matadores matan por gusto y con saña, los desgraciados no. Los matadores sí pueden despertar horror y repudio.

Hay, por último, otros dos sentidos de desgraciarse, al menos en Mansilla. Para la mujer cristiana, desgraciarse es quedar embarazada. La Dolores se desgracia al quedar embarazada de Miguelito, su amante casado.

Y, para la mujer india, que vive una vida libre mientras es soltera, desgraciarse es casarse:

La mujer casada depende de su marido para todo.
Nada puede hacer sin permiso de éste.
Por una simple sospecha, por haberla visto hablando con otro hombre, puede matarla.
¡Así son de desgraciadas!



* Los dibujos son de la edición del Martín Fierro ilustrada por Alberto Güiraldes.

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La máquina de escribir con los ojos

En el epílogo del libro póstumo de cuentos policiales Los casos del comisario Croce, Ricardo Piglia cuenta que escribió todo el libro con la mirada, usando una máquina que lee el movimiento de los ojos.

Para entender la anécdota sin confundirla con la ciencia ficción, el lector debe saber, por un lado, que en los últimos años Piglia sufrió de esclerosis lateral amiotrófica, una enfermedad que fue paralizando su cuerpo hasta la muerte. Cuando supo que le quedaba poco tiempo, se lanzó a una actividad frenética para dejar listos un conjunto de libros póstumos. Trabajó con Luisa Fernández, que se desempeñó como su asistente, y consiguió la máquina que le permitió seguir escribiendo incluso cuando ya no podía mover las manos ni dictar los textos.

Pero además, para que cobre sentido el comentario del epílogo, el lector debe saber que Piglia dedicó ensayos, investigaciones y conferencias a los efectos de la tecnología sobre la técnica de escritura. Desde la máquina de escribir con un rollo de papel continuo que usaba Kerouac, pasando por la grabadora con la que Puig registraba los diálogos con personajes cotidianos que luego transcribía textualmente en las novelas, hasta llegar a la computadora con la que los escritores contemporáneos copian y pegan textos, y a Wikipedia que abre un paraíso para la investigación de personajes y temas, su obsesión era entender los rastros de la materialidad en la literatura.

Sin embargo, la circunstancia en la que él mismo, absolutamente inmóvil y esperando la muerte, escribe febrilmente durante meses con una máquina que lee los ojos, es narrada de manera breve, contenida, sin profundizar en los detalles. Apenas menciona la marca del aparato y deja al lector la tarea de analizar cómo influyó en su escritura, en comparación con los libros anteriores escritos a mano, a máquina y en la computadora.

Hay algo sospechoso en esta escena fugaz, que dura un solo párrafo. Es demasiado perfecta. Tiene todos los elementos de un cierre ideal para un tema que atravesó su vida. Si bien la máquina que Piglia nombra existe, y es creíble que la haya encargado en el período final de su vida para asistirlo en la escritura, hay algo desmesurado en la imagen de un libro escrito enteramente de esa manera. Es más verosímil pensar que la composición empezó antes de que la parálisis fuera total, o que se apoyó, al menos en parte, en sesiones de dictado a Luisa Fernández.

Pero la dificultad para creerle viene, sobre todo, de saber que Piglia recurrió, a lo largo de su vida, a inventar escenas en sus ensayos. Es ya célebre la imagen que inventó del velorio de Roberto Arlt (que muchos tomaron por real): la de un escritor tan grande que su cajón no pasaba por la puerta del departamento, lo que obligó a sacarlo con sogas por la ventana de un piso alto. La idea de un Arlt inmenso suspendido sobre Buenos Aires es la que moldeó en gran parte el imaginario social. Sabemos, sin embargo, que eso no ocurrió.

El ensayo con elementos ficcionales tiene relación con la escritura de Borges. Pero en Borges el procedimiento es el contrario: la ficción, si bien toma la forma de un ensayo, está claramente definida como ficción de antemano. El ejemplo más obvio son los relatos de Ficciones, escritos en forma de ensayos y en los que se entremezclan frenéticamente datos reales con otros delirantes.

En Piglia, en cambio, es el ensayo el que es intervenido con un elemento ficcional o alegórico imposible de distinguir de los elementos verdaderos, y que, de esa manera, busca convertirse en verdad, en historia.

La alegoría en los ensayos es la contraparte del plagio, que Piglia usa en la ficción como recurso para que se cuelen elementos de verdad en la voz del narrador. Esta táctica, que también es un gesto contra la propiedad literaria, fue malinterpretada por críticos desatentos y fue aprovechada de manera sensacionalista por los medios de comunicación.

Piglia reflexiona sobre la ficción dentro de la no ficción, pero nunca lo hace con ejemplos propios. Lo hace, por ejemplo, a partir de un caso límite como el de Walsh. Analiza la carta a Vicki y la Carta a mis amigos, y llega a la conclusión de que hay pasajes que no pueden haber ocurrido como los cuenta Walsh. Recordemos que esas cartas dan testimonio de la muerte de su hija, Victoria Walsh, en un enfrentamiento con las fuerzas militares de la dictadura. Pero la voz que narra los hechos y que expresa los sentimientos de quien escribe las cartas se desplaza a otros protagonistas, que son anónimos y que están ahí para convertir en universal un sentimiento inexpresable. Son escenas inventadas, pero no de la manera en que se inventa una mentira, sino que sirven “para poder narrar el punto ciego de la experiencia (…) para fijar y hacer visible lo que se quiere decir”. Adquieren “la forma de una ficción destinada a decir la verdad”.

Este efecto de verdad aumentada a partir de una breve deformación de la realidad es lo que, según Piglia, hace que la literatura de Walsh sea lo que es, y es lo que, sin decirlo, tomó de Walsh para llevarlo al límite en su propia literatura. Es también aquello que, según cuenta María Moreno, hizo que a la otra hija de Walsh, Patricia, le cueste tanto conciliar las cartas de su padre con su propia experiencia. La verdad histórica, que persigue Patricia Walsh con toda justicia, está en tensión con la verdad literaria. La escena más importante de la Carta a mis amigos es aquella en la que Vicki, en medio del asedio militar en la calle Corro, pronuncia la frase: “Ustedes no nos matan, nosotros elegimos morir”, antes de pegarse un tiro en la cabeza. Pero Moreno cuenta que hay testimonios de que esa frase no la dijo Vicki sino el compañero montonero que estaba con ella en la terraza, un militante con una jerarquía superior. Esa circunstancia hace que la frase pueda ser interpretada no como un gesto espontáneo de dignidad, sino como una orden para que Vicki se suicidara antes de ser capturada viva.

Es verosímil que Piglia haya querido hacer con su enfermedad algo parecido a lo que hizo Walsh con la muerte de Vicki. En los tres tomos de sus diarios, que ordenó y editó cuando ya estaba enfermo (y que por eso quizás también escribió, en parte, con la mirada), se pueden intuir los elementos insertados, las anécdotas desplazadas, corregidas o simplemente inventadas. La coartada de firmar como Emilio Renzi, alter ego suyo en otras obras de ficción, no disminuye la pretensión de verdad de los diarios, donde nombra a las personas que frecuentaba con sus nombres reales, relata los pormenores del proceso de escritura de sus novelas, y da cuenta de su experiencia en distintos contextos políticos. Haber tenido el tiempo de editar sus diarios antes de morir le dio una ventaja decisiva frente a otros escritores, como Pavese o Bioy Casares. Le permitió corregir, decidir la trama. Y lo hizo con responsabilidad, evitando caer en la censura, en la autoindulgencia o en el comentario retrospectivo.

Pero curiosamente, la última anotación autobiográfica de Piglia no está en sus diarios, sino en el párrafo sobre la máquina de escribir con los ojos, en el epílogo del libro póstumo de cuentos policiales. Por la brevedad, por la limpia sencillez, por el sentido del absurdo y la capacidad de condensar tantos de los significados de su obra, tiene quizás el valor de las últimas palabras.

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