Respuesta a las notas de Martín Kohan para el debate sobre el trabajo del escritor y el acceso a la cultura en Internet

Hace algunas semanas apareció de nuevo el debate sobre la circulación de libros en Internet. Un debate viejo y repetido, que cada tanto resurge fatalmente, sin aviso previo, en forma de escándalo viral. Es como si, cada cierto tiempo, una nueva camada de escritores pareciera horrorizarse al descubrir las prácticas culturales de acceso a la lectura en Internet.

Esta vez la chispa de la discordia se prendió en el grupo de Facebook Biblioteca Virtual, un grupo como el que hay miles, administrado por la poeta Selva Dipasquale, donde muchas personas comenzaron a compartir libros en formatos digitales para atender la necesidad de leer durante la pandemia de coronavirus.

El escándalo se desató cuando Gabriela Cabezón Cámara, que también pertenecía al grupo donde se compartían los libros, se encontró con que alguien compartió un libro de ella y no le gustó. No importó que fuera un libro que ya circulaba ampliamente en cientos de otros sitios web y grupos de Facebook. Cabezón, pedagógica, intentó instruir a sus lectores sobre cómo las regalías de la propiedad intelectual evitaron que tuviera que pedir limosna durante los cuatro meses en que sufrió una enfermedad. Enseguida se sumaron otros escritores a apoyarla. Selva Almada habló de piratería descarada, de caradurez. Cecilia Szperling dijo que compartir libros en PDF para leer es un robo, es garca, es rancio. La Unión Argentina de Escritoras y Escritores sacó un comunicado repudiando los hechos.

Por su parte, María Teresa Andruetto intentó bajar el tono llamando a sus colegas a asumirse también como lectores. Pablo Farrés hizo lo propio, tratando de contagiar una dosis de conciencia de clase en el gremio, aunque con poco éxito.

La novedad más reciente es la aparición de Martín Kohan en la escena. Kohan es un escritor e intelectual de izquierda, con formación marxista, de quien cabría esperar cierto nivel de argumentación en el debate sobre las condiciones materiales de producción y acceso a la literatura. Al fin y al cabo, haber leído a Walter Benjamin o pertenecer a una tradición de la literatura por la que pasaron Ricardo Piglia o Josefina Ludmer, parecería prometer una indagación más o menos profunda sobre el trabajo creativo. Pero no fue así.

En una nota publicada el 14 de mayo en la revista Transas, de la Universidad Nacional de San Martín, Kohan empieza preguntándose con sarcasmo por qué la gente tiene la expectativa de que se compartan y socialicen en Internet libros, canciones y otras obras de arte, y no, por ejemplo, una radiografía de tórax, un tratamiento de conducto o una sesión de psicoanálisis. Estas ansias colectivas de desmercantilización, aplicadas a un solo sector, le parecen sospechosas: «extraña socialización, que se aplica a un solo rubro». Pero hay, ya en este párrafo inicial del artículo, al menos dos errores. En primer lugar, ¿es uno solo el rubro expuesto a este tipo de socialización? Cualquier editor de diarios y revistas, cualquier jerarca de un canal de televisión, cualquier productor de videojuegos, cualquier gerente de una empresa de software podría entrar en el debate y afirmar que su rubro también está siendo perjudicado por el entusiasmo socializante y la alegría del intercambio en Internet, que no se detienen a preguntar si aquello que están compartiendo tiene derechos de propiedad intelectual. Por lo tanto, lo primero que debe quedar claro es que no, los escritores no son un grupo social único y desdichado al que la horda de internautas estaría ultrajando.

Y entonces, si no estamos ante un complot en masa para desvalijar escritores, ¿ante qué estamos? ¿Qué comparten todos los rubros que se sienten perjudicados? Este es el segundo error de Kohan, que no es capaz de ver la especificidad que comparten los rubros afectados en contraposición a los rubros no susceptibles al ánimo socializante. Lo que comparten los rubros desafortunados es el hecho de producir mercancías que pueden codificarse como información. Y la reproducción y circulación de información es justamente lo que Internet amplía y facilita. La circunstancia material de que millones de personas pueden compartir libros en PDF, canciones en MP3 o películas en MP4, de manera casi gratuita, casi instantánea y con bajas chances de ser atrapadas por la policía, es lo que genera ese entusiasmo que Kohan considera sospechoso. No hay nada oculto, es un fenómeno que puede entender cualquier persona que haya navegado por Internet, como también cualquiera puede entender que las radiografías de tórax, los tratamientos de conducto y las sesiones de psicoanálisis son otro tipo de mercancía. Si las sesiones de psicoanálisis fueran fácilmente empaquetables como información y no dependieran de una interacción vivencial inmediata; si para resolver los traumas infantiles fuera posible simplemente compartir y multiplicar sesiones psicoanalíticas en torrents, pasaría con ellas lo mismo que con los libros.

Más adelante, Kohan hace un elogio de la amabilidad de ciertos escritores que deciden regalar sus obras, pero advierte que esta amabilidad debería ser, en todo caso, una potestad individual de cada autor. Este argumento me recuerda a una conferencia a la que asistí en Montevideo, en 2013, en la que se discutía si debería existir una excepción al derecho de autor que permitiera la conversión y distribución de textos en formatos accesibles para personas con discapacidad. En aquella oportunidad, Alicia Guglielmo, presidenta de la Cámara Uruguaya del Libro, e Ignacio Martínez, escritor y editor uruguayo, argumentaron que tal excepción no era necesaria porque los escritores y los editores eran generosos y donaban sus obras a las personas con discapacidad. No hacía falta, por tanto, despojar a los autores, a través de una excepción, de su derecho de propiedad intelectual, lo que además era peligroso porque podría inaugurar una cultura de la desvalorización del trabajo autoral.

Pasando justamente al tema del valor, Kohan hace luego una crítica, que comparto, a quienes encomian la literatura como portadora intrínseca de altos valores espirituales o metafísicos: «es largamente sabido que con una espiritualización de esa índole no se hace sino encubrir la realidad de base de una explotación material». No puedo sino coincidir. Solo faltaría precisar quiénes son los que contribuyen con más vehemencia a esta visión espiritualizante de la autoría. Son las propias entidades de recaudación de derechos de autor y, muchas veces, los propios gremios de escritores, los que suelen repetir hasta el hartazgo la frase de Le Chapelier de que la propiedad intelectual es la más sagrada de las propiedades, porque es fruto del pensamiento. Con esa coartada, buscan extender los plazos de propiedad intelectual hasta la eternidad, así como evitar cualquier tipo de excepción que proteja el interés público.

Pero en relación con el tema del valor, lo más problemático del artículo de Kohan es que no hay una idea clara de lo que él entiende por valor. De nuevo, esto es algo especialmente problemático en alguien que viene de una tradición marxista. Kohan acusa a cierta categoría de personas para quienes, según él, «no hay en la literatura nada a así (sic) como un valor». ¿De qué tipo de valor está hablando acá Kohan? Parecería que habla del valor en un sentido económico, tal como lo define Marx (tiempo de trabajo socialmente necesario), o, quizás más específicamente, del valor de cambio, es decir la magnitud con la cual una mercancía se compara con otras en el mercado. Planteado en estos términos, es claro que afirmar que «la literatura tiene valor», o que «la literatura no tiene valor» no tiene sentido. Hay literatura que tiene valor, porque encarna tiempo de trabajo socialmente necesario que se realiza en el mercado, y hay literatura que no tiene valor (o tiene poco valor) porque, a pesar de encarnar tiempo de trabajo, este puede no ser socialmente necesario, o este tiempo de trabajo puede no realizarse por alguna otra razón en el mercado (por ejemplo, porque un cambio tecnológico permite a los lectores compartir los libros en Internet). Para ser claros, en el concepto de Marx de valor no hay ninguna connotación moral sobre el esfuerzo que hace una persona en una tarea, o sobre la importancia que esa tarea tiene en la sociedad. Hay personas que se rompen el lomo y no producen valor, como por ejemplo los trabajadores asalariados de las ramas comerciales y financieras. ¿Esto quiere decir que esos trabajadores asalariados son menos importantes? No. Y entonces, ¿por qué afirmar la obviedad de que los libros que se comparten en Internet no tienen valor de cambio es algo tan hiriente? ¿Por qué afirmar algo tan obvio, tan evidente, sería una trampa ideológica de la burguesía?

Unos párrafos más tarde Kohan llega al núcleo de su argumento, al introducir los términos «hurto» y «robo». Para él, pasarle un PDF a otra persona, o descargar un PDF para uno mismo, es robar. Admite que los escritores son explotados por las corporaciones editoriales, pero afirma que compartir cultura en Internet, leer gratis, es «hurta[rle] a los escritores incluso ese porcentaje menor que les está destinado». En este sentido critica la posición de Pablo Farrés, quien a partir de la parábola de una fábrica de chizitos, trata de mostrar que un escritor contratado por una empresa editorial no debería alinearse jamás con los intereses de la empresa que lo explota para perseguir a quienes «roban» las mercancías. Kohan contraargumenta desplazando el sentido de la afirmación de Farrés, y señala que el robo de mercadería en sí mismo no es una acción de lucha contra la explotación empresarial. ¡Pero es que Farrés nunca dijo que sí lo fuera! Farrés dijo que, en tanto él ya vendió su fuerza de trabajo, y en tanto él también necesita de la mercadería literaria, no sentirá ninguna culpa por «robar» él también la mercadería. ¿Es esto revolucionario? Está claro que no necesariamente, si no se enmarca dentro de un plan revolucionario. ¿Es esto moralmente condenable? Kohan no brinda ningún argumento que permita afirmarlo con seriedad.

Luego Kohan escribe que la parábola de Farrés flaquea si suponemos «que por cada chizito robado, el sueldo del trabajador que los produce se viera a su vez reducido». Afortunadamente, los trabajadores de la rama de los chizitos se organizaron de tal manera que pueden negociar que se les pague por hora de trabajo. Independientemente de si la empresa logra vender todos los chizitos, la mitad de los chizitos o ningún chizito, el trabajador cobra el sueldo. Sería universalmente repudiado que las empresas de chizitos trataran de hacer pasar a sus empleados por «socios» para pagarles migajas en las buenas épocas y compartir con ellos las pérdidas en las malas. Esto es precisamente lo que hacen las editoriales con los escritores. Recordemos cómo funcionan los contratos editoriales. Los escritores, por lo general, no están considerados empleados asalariados de las corporaciones editoriales. Son «socios» que reciben un porcentaje irrisorio por cada libro vendido, y, en el mejor de los casos, un adelanto sobre esas regalías. A cambio de ello, firman un contrato por el cual ceden todos sus derechos sobre la obra.*

Por supuesto que el trabajador de la fábrica de chizitos, si bien no pierde dinero por cada chizito robado, terminará perdiendo el empleo si los comercios donde se venden chizitos son saqueados cotidianamente. Pero, como escribe Farrés, ¿debería estar ese trabajador, por ese motivo, «atrapando ladrones de chizitos en el supermercado del barrio»?

Algunos, como Kohan, piensan que sí, y yo me pregunto si también piensan, por caso, que los trabajadores de las empresas de TV paga deberían denunciar a quienes captan señales con sus propias antenitas, o que los trabajadores de empresas energéticas deberían perseguir a las familias que montan sus propios paneles fotovoltaicos (y más aún a las que comparten los paneles con otras familias). ¿Es eso proteger los «magros derechos» de los trabajadores, como dice Kohan, o es una mera reacción paranoica frente a la incertidumbre a la que los someten sus explotadores? Reacción paranoica y conservadora, que la patronal ve con beneplácito porque le brinda un servicio de vigilancia y control social gratuito.

Sobre el final del artículo, Kohan toca otro punto importante. Previendo quizás posibles acusaciones dentro del campo de la izquierda, niega que él y el resto de los escritores que repudian el intercambio de PDFs estén defendiendo la propiedad privada. La justificación que da es que «un libro no es, en ningún sentido, propiedad del escritor; sino otra cosa muy distinta, y acaso opuesta: es el producto de su trabajo.» Y más adelante insiste: «El robo es robo de eso: se le roba al productor el producto de su trabajo».

Pero esta afirmación no tiene ningún sentido: en una sociedad mercantil, el producto del trabajo es por definición propiedad privada. La propiedad privada es la base de la producción de mercancías. El dueño de la mercancía libro, que es propiedad privada, puede ser el escritor, en el momento previo a que firma el contrato de cesión con la empresa editorial, o puede ser la empresa editorial, una vez que el contrato ya está firmado. No hay ninguna oposición, sino más bien identidad, entre propiedad privada y producto del trabajo. ¿Entonces qué quiere decir Kohan? Nada, simplemente quiere prevenirse de que sus compañeros de izquierda lo acusen de burgués. Y como si fuera poco, quiere transmitir, en base a frases sin sentido, la idea de que compartir lecturas se emparenta con explotar trabajadores. De hecho, llega a afirmarlo: «No le veo a ese proceder el carácter emancipatorio que se le quiere asignar. Me remite, por el contrario, y diré que con nitidez, a la fórmula de la explotación. Apropiarse del trabajo ajeno es incluso lo que la define.»

¿Qué dirá de sus estudiantes que en la Universidad de Buenos Aires tienen que apelar a grupos de Facebook como Biblioteca Virtual, o como muchos otros sitios donde solidariamente se comparten materiales, para conseguir los textos que deben leer en la carrera? ¿Sabe que durante años existió en su facultad una iniciativa llamada BiblioFyL, donde los estudiantes compartían como podían («robaban») la bibliografía de las materias? ¿Qué dirá de las personas con discapacidad que se organizan para copiar y compartir libros sin pedirle permiso para poder leerlos porque, aunque quisieran comprar la mercancía «producto de su trabajo», ninguna editorial está dispuesta a ponerla en el mercado en formatos accesibles? ¿Qué dirá de las traducciones no autorizadas que muchas veces son la única forma de acceder a la cultura en otros idiomas, nuevamente por falta de interés de las editoriales en publicar en mercados poco suculentos?

Y, por qué no preguntárnoslo, ¿qué dirá Martín Kohan de la práctica del préstamo bibliotecario, que también afecta el «producto de su trabajo» si suponemos que cada lectura que no pasa por el mercado es un robo? ¿O prestar un libro a 10 personas es algo respetable pero escanear un libro y mandar el PDF a 10 personas es un robo? ¿Sabe Kohan que en muchos países se le puso un canon al préstamo de libros en las bibliotecas por las mismas razones por las que él dice que el intercambio de libros en Internet es un robo? ¿Sabe Kohan (sí, lo sabe) que CADRA, entidad de la que él forma parte, estafó durante años a la Universidad de Buenos Aires a través de un contrato de cifras astronómicas por «derechos reprográficos», restándole recursos a la educación pública? Esa educación pública cuya actividad él defiende en muchas otras circunstancias, y con mucha honestidad, pero que cuando entra en tensión con los intereses de la industria editorial, puede para él quedar supeditada a los intereses de una entidad recaudadora.

«Qué placer se siente al entregar libremente textos a escuelas públicas, bibliotecas populares, lectores comunes que simplemente se interesan, espacios donde compartir por compartir», dice Kohan, y uno podría también agregar a personas con discapacidad. Pero eso sí, no vayan esas mismas escuelas públicas, esas mismas bibliotecas populares, esos mismos lectores comunes, algunos de los cuales tienen discapacidades que los fuerzan a leer únicamente libros digitalizados y convertidos a formatos accesibles, no vayan todos ellos a querer ejercer por sí mismos sus derechos de acceso a la lectura. ¿Para qué, si con la generosidad de Kohan y sus amigos todo se soluciona?

Sobre el final de su artículo, Kohan, ya desatado, remata diciendo que todos los que acceden a la cultura en PDFs (o sea, todo el mundo) o la comparten con otros (o sea, de nuevo, todo el mundo) «gustan meramente de esquilmar», se «chorean» el trabajo de otros e, invocando motivos libertarios, despliegan sus pasiones burguesas. ¿Será acaso que todos, hasta los más proletarios, nos damos el lujo cada tanto de satisfacer nuestras pretensiones burguesas de acceder a la cultura? ¿O será que Martín Kohan no entendió nada de las condiciones materiales de producción de su tiempo y de su profesión?

* En un artículo esclarecedor sobre el funcionamiento de las cesiones de derechos, la gente del proyecto editorial sin fines de lucro Traficantes de Sueños explica los abusos a los que son sometidos los escritores en los contratos editoriales, y de paso, señala que es perfectamente posible pagar adelantos y porcentajes sobre ventas al mismo tiempo que los autores conservan sus derechos y el libro está disponible en Internet.

6 comentarios

Martín Kohan

Estimado Jorge:

Gracias por su lectura tan atenta y el extenso espacio que me concede entre las tantas intervenciones que se vienen produciendo a propósito de este debate. Estoy perfectamente al tanto de que existen otras formas de apropiación de trabajo ajeno en otros rubros, mi análisis se centró en el aura de idealización metafísica que se asigna a la literatura (aunque, como aclaré en mi texto, no sólo a la literatura). No obstante, es sin duda pertinente ampliar el debate a todos los casos. Mi planteo apunta por lo tanto a los términos que encomian generosidades y socialización para hacer notar que tales declaraciones no son tan amplias ni generales como pretenden. No desconozco las especificidades de las distintas prestaciones laborales, pero es lo que me permite subrayar la falacia, y aun la hipocresía, con que se alienta la libre disponibilidad del trabajo literario. No se trata por lo tanto de un error, como Ud pretende, sino de la decisión de subrayar este aspecto: el tipo de valores que se esgrimen y su inscripción particular en los distintos tipos de trabajo. En efecto, como Ud dice, y por lo demás todos sabemos, internet ha cambiado el estado de cosas y es precisamente eso lo que da sentido al debate. De lo que le planteo se desprende que no participo de la sacralización de la propiedad intelectual a la que Ud se refiere y que me asigna sin ninguna justificación. Mi enfoque apunta exactamente en el sentido opuesto: sin ignorar la particularidad de producción y circulación de cada esfera laboral, me propuse expresamente no envolver el trabajo intelectual en ningún halo. Al hablar de valor pienso en el trabajo objetivado y no en los valores de mercado a los que no hice ninguna referencia y no es mi asunto. Las consideraciones que Ud ha hecho en este sentido no tocan mi planteo en ningún punto y la idea de que concedo mayor importancia a los escritores que a los trabajadores asalariados es exactamente lo inverso de la posición que asumo y por ende su interpretación me resulta desconcertante.
La diferencia que Ud marca entre la relación que una empresa establece con los productores de chizitos y con los escritores es precisamente la que yo esgrimo como argumento, por lo tanto, no comprendo de qué manera pretende Ud emplearla para mi refutación. En efecto, las editoriales atan a los productores de los textos al rendimiento de ventas, lo que no implica que dejen de tener por lo tanto el carácter de trabajadores y de explotados. Me temo que, en ese caso, el que sublima la labor literaria es Ud, al adoptar el punto de vista de las corporaciones editoriales que, en efecto, no ve a los escritores como trabajadores. A esa perspectiva precisamente, la que Ud retoma, es a la que me opongo.
Al oponerme, me resisto a la premisa según la cual no habría contradicción entre los intereses de los escritores y los intereses de las empresas. Por ende, no hay nada así como una reacción paranoica o conservadora en mí, ni un servicio de vigilancia útil a las empresas; sino algo muy distinto: plantear en la instancia de la lectura otro tipo de consideración sobre el carácter social de los escritores.
Considero que hay una diferencia medular entre la defensa del producto del trabajo, aun entendiéndolo como propiedad privada, y la defensa de la propiedad privada como tal, en su sentido burgués. Me sorprende que la diferencia se le pase por alto ya que modifica decisivamente el carácter ideológico del planteo.
No me prevengo de ninguna eventual acusación de los compañeros de izquierda, aunque no sé a quiénes se refiere Ud exactamente. Los debates al interior de la izquierda son frecuentes y no les temo. Podría comentar, eso sí, que a veces me preocupa que exista en ellos un encarnizamiento que no se emplea en el debate con posiciones que no son de izquierda.
En mis treinta años de docencia en la Universidad de Buenos Aires, a los que cabe agregar los cinco años que pasé como estudiante de la carrera de Letras, di sobradas muestras de mi compromiso con el derecho de los estudiantes a acceder a toda la bibliografía necesaria y solamente su petulancia y su agresividad lo habilita a ponerlo en duda. Conozco perfectamente bien las circunstancias de las que Ud pretende ilustrarme. Hago al respecto fuertes distinciones, tanto sobre las condiciones de accesibilidad de los materiales, como sobre las circunstancias en las que pueden encontrarse los estudiantes. Al cabo de tantos años de trabajo al respecto, me temo que no considero que deba darle a Ud explicaciones sobre el asunto. En esto prefiero dejarlo a solas con sus torpes presunciones. Mi desempeño en la docencia deja suficientemente en claro cuál es mi conducta respecto de bibliotecas, material de estudio para estudiantes, entidades de educación pública, etc.
No sé a qué se refiere Ud con “sus amigos”, tampoco sé por qué supone que en el final de mi articulo me encuentro “ya desatado”. Supongo que responde, como casi todo lo que asevera, a lo que Ud decide atribuirme desatendiendo lo que estrictamente digo. Caso contrario, no concluiría su respuesta con las afirmaciones que hace sobre proletarios y burgueses en relación con la cultura, que extrañamente pretende lanzarme como objeción, cuando es a eso precisamente a lo que mi intervención apunta.
Agradezco otra vez el tiempo y la atención que me ha dedicado, que es por lo cual consideré que esta respuesta podía ser necesaria.

Martín Kohan

Martín, muchas gracias por tomarte el trabajo de responder el post.

Antes que nada, disculpá si el tono fue agresivo. Mi intención no es atacarte a vos personalmente o tu trayectoria (te he leído, pero no te conozco personalmente), sino discutir tus argumentos.

Por lo que entiendo de tu respuesta, vos estás de acuerdo con el planteo sobre las condiciones materiales que desarrollé, según el cual no es solo la escritura literaria, sino toda la producción, circulación y consumo de bienes de información la que atravesó un cambio con Internet. Y es justamente esa circulación ampliada y democratizada la que te parece un robo. No te alcanza con advertir que todo el mundo comparte información en Internet, y que nadie lo hace por el placer de robar sino porque necesita hacerlo y porque las condiciones materiales se lo permiten, para retirar los cargos que hacés de hurto, robo o choreo. Al fin y al cabo, lo que estás cuestionando es justamente ese «chorro» que todos llevamos dentro, ese burgués que al parecer todos ansiamos ser, incluso los más proletarios. El problema es que esto no funciona así en la realidad. Hay miles de estudios que muestran que la gente de los países más pobres es la que más piratea contenidos. La piratería de libros, TV paga, películas y software, por poner solo algunos casos, es estructuralmente más alta en Argentina que en Estados Unidos o Europa. ¿Esto es porque en Argentina nos damos más placeres burgueses que en Estados Unidos? ¿Sufrimos de una particular tendencia a ser chorros, a birlar, a esquilmar cultura? No. En toda América Latina ocurre lo mismo, así como está estudiado que ocurre también en India, en Sudáfrica y en todos los países de bajos ingresos. Hay un libro esclarecedor en este sentido, titulado «Piratería de medios en las economías emergentes», que explica muy bien este fenómeno y se puede leer en PDF. En resumen, es un fenómeno estructural: a menores ingresos, más piratería. (En rigor, hay otras variables que también inciden: la existencia o no de oferta legal de productos culturales y su precio). En un contexto de bajos ingresos, no hay forma de salir a convencer a la gente de que no piratee diciéndole que es malo, o que es un robo. La gente necesita acceder, y accede en las condiciones que tiene disponibles para hacerlo. Es algo objetivo. Te comparto otro libro en PDF en el que participé, que aborda el tema del acceso a los materiales de estudio en la educación superior, donde se da una situación similar.

Cambiando de tema, no era mi intención espiritualizar o mistificar el trabajo de los escritores, sino por el contrario, señalar que el frente de lucha de toda estrategia sindical está en enfrentarse a la patronal y no en enfrentarse a las prácticas de los consumidores, en este caso, del activo público lector que no solo comparte PDFs sino también promueve, recomienda y genera discurso alrededor de los libros en Internet. Los trabajadores culturales, en alianza con el público cultural, necesitan además luchar de manera unida para reformar las leyes de derecho de autor cuyos cambios de las últimas décadas no fueron impulsados por los trabajadores de la cultura, sino por las corporaciones multinacionales del entretenimiento a través de la Organización Mundial del Comercio (en su tratado ADPIC), la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual y los tratados de libre comercio. Es ahí donde se están decidiendo las regulaciones de derechos de autor que impactan en detrimento del trabajo de los escritores y del acceso del público, y en beneficio de las corporaciones intermediarias.

Creo que no dije en ningún momento que vos sacralizaras la propiedad intelectual, pero sí lo hacen algunos gremios y las entidades de recaudación de derechos como CADRA. Y mucho menos quise poner en duda tu compromiso con la educación. Lo que quise mostrar es a qué consecuencias lleva tu argumento cuando se aplica a las bibliotecas, a la educación o a las personas con discapacidad. Mi intención fue mostrar, a través de ejemplos nítidos de personas que, según tu criterio general, «roban» libros, cómo el argumento no se sostiene.

Respecto del final de mi post, temo que traté de hacer una ironía y no se entendió. Cuando dije: «¿Será acaso que todos, hasta los más proletarios, nos damos el lujo cada tanto de satisfacer nuestras pretensiones burguesas de acceder a la cultura?», lo que quise resaltar es cuán equivocado es llamar «pasión burguesa» a la necesidad de acceder a la cultura. Dado que no se comprendió, lo voy a decir con todas las letras: el acceso a la cultura es una necesidad humana y es un derecho reconocido en el Sistema Internacional de Derechos Humanos, tanto en la Declaración Universal como en el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales y en otros tratados. Llamarle robo al ejercicio de ese derecho por parte de quienes tienen una necesidad cultural, es algo profundamente equivocado. Llamar «pasiones burguesas» al ansia de leer y a la búsqueda comunitaria de satisfacer esa necesidad a través de tecnologías digitales es injusto. Y lo más irónico es que la burguesía ni siquiera suele bajar PDFs, sino que tiende más bien a acumular preciosos y caros libros de papel en grandes bibliotecas personales. Si hubiera que llamar a algún tipo de consumo cultural «pasión burguesa», el ejemplo menos adecuado sería compartir PDFs, que son incómodos de leer y no generan ningún prestigio. Otros ejemplos, como deleitarse con ediciones únicas, presumir de colecciones completas, tener las últimas novedades internacionales o disfrutar del olor del papel, cabrían mejor en la definición de «pasión burguesa». La burguesía es precisamente la clase social que más capacidad tiene de consumos culturales y es la que más cultura paga. Un burgués no va a descargar un feo PDF, sino que va a comprar una preciosa edición original. Temo que tu artículo no lleva a otra cosa que al sinsentido de legitimar las prácticas culturales de la burguesía, que implican desembolso de dinero y son legales, y al mismo tiempo a acusar a las personas de bajos ingresos de ser chorros y de tener ínfulas burguesas. Precisamente lo que desde la izquierda siempre hemos criticado.

Saludos!

Martín Kohan

Estimado Jorge: gracias por la respuesta. El artículo que publiqué en la revista Transas, de la Unsam, apunta a la discusión de las concepciones de la literatura que se ponen en juego en cada caso. Y el modo en que las transformaciones que se van produciendo a partir y a través de internet impactan sobre esas concepciones, las refuerzan o las modifican. De manera que tenemos un horizonte general: la circulación de información en internet; luego, la incidencia que eso tiene en el consumo de bienes culturales; por fin (claro que en relación con lo anterior) de qué manera se concibe en este contexto a los escritores y a la literatura.

Considero que el trabajo de los escritores está invisibilizado como trabajo, mediante formas diversas de sublimación o espiritualización, mitologías de la Creación, etc. En ese punto, como en tantos otros, idealizar es desmaterializar. Y con eso, dejar de reconocer que en la escritura hay un trabajo. Y que ese trabajo debe ser remunerado. Nada nuevo, por el contrario: es la discusión que en su momento abrió Roberto Arlt en la literatura argentina; es la intervención que Walter Benjamin produjo con «El autor como productor», en la línea del pensamiento del productivismo soviético, retomada a su vez por Bertolt Brecht.

Esa es la posición que planteo en el artículo: me opongo a la concepción metafísica y burguesa, y reivindico la escritura literaria como instancia laboral. Aquella concepción hacía del dinero un tabú en la literatura (Arlt rompió ese tabú); al invisibilizar que ahí había un trabajo, la de la remuneración no parecía una cuestión pertinente (o peor aun: parecía una profanación). Al subrayar, como lo hago, que quienes escriben están haciendo un trabajo, y que los textos son el producto de ese trabajo, planteo que ese trabajo debe ser remunerado. Y creo que ciertos alardes actuales, engañosamente libertarios, ocultan de nuevo este aspecto medular: la apropiación del trabajo ajeno. Que, lejos de asumir tal carácter libertario, me resulta tan reprochable como cualquier instancia en la que el trabajo de otro se toma sin pagarlo.

Ahora bien, somos muchos los que estamos interesados en ampliar la circulación y el acceso a los bienes culturales tanto como sea posible. ¿Hace falta que pase por la incomodísima situación de tener que detallar lo mucho que hice y hago al respecto? Cesión de tiempo, de trabajos, de textos. Te ruego que me eximas por favor de la inmodestia de entrar en ejemplos. El asunto que pongo a discusión es la manera en que dicha extensión se consigue, en qué términos, bajo qué concepciones. Sobre todo porque internet, en el inmenso cambio cualitativo que produce, requiere una revisión y una actualización del debate.

Me encantaría comprobar que, como proponés, ahora la literatura está llegando por fin a los sectores populares y contamos con lectores en las filas del proletariado. Me encantaría, porque es una cuestión medular para los más diversos enfoques del marxismo acerca de la función social y política de la literatura. ¿Vos decís que por fin lo hemos conseguido? Permitime ser, muy a mi pesar, escéptico. Me temo que no se trata de eso. Lejos está internet de resolver el problema del acercamiento de la literatura a los sectores populares, que traés a colación; ese afán que tanto sostenemos desde la docencia o mediante nuestra propia circulación social. Se trata de otra cosa y de otra difusión, lamentablemente. Que no sólo no me entusiasma, como sería el caso; sino que me lleva al desacuerdo. Porque lejos de sostenerse en la posibilidad de acercar nuestro trabajo, reconocido como tal, a quienes no podrían acceder a él (algo que promuevo de hecho); se sostiene una vez más en la invisibilización de que se trata de un trabajo. Y pretender obtenerlo gratis nos remite más bien a la ideología burguesa más conservadora respecto del arte y de la literatura: no advertir que hay trabajo de por medio, no considerar que sea preciso pagarlo.

No concibo a las tecnologías en términos de desarrollos ineluctables, creo que hay que discutir políticamente sus usos posibles (en eso soy brechtiano). Por eso escribí el artículo de Transas y por eso entro a comentar en tu blog. Considero que las posiciones más conservadoras sobre la literatura y la condición social del escritor se infiltran arteramente entre los cantos de libertad y democratización de la cultura, ya que no dejan de tener por base que alguien trabaja y ese trabajo se ve sustraído (es decir, no remunerado). A eso apuntaba mi artículo. No estoy atrincherado, como dijiste, pero mantengo esa postura.

Desde esa postura afronto el debate de cómo ampliar tanto como se pueda la circulación de las producciones culturales, sin por eso desconocer los derechos de los trabajadores que la producen. Cosa que lamentablemente suele ocurrir. Y porque suele ocurrir, escribí ese texto.

Pasé a tutearte, no sé por qué; espero que no lo tomes a mal.

Saludos

Martín

Martín, gracias por el nuevo comentario. Me parece que ayuda a clarificar y desarrollar tu posición y, al mismo tiempo, me permite identificar mejor los puntos de acuerdo y los puntos de nítido desacuerdo.

Uno de los principales puntos de acuerdo en esta conversación es la necesidad de discutir las condiciones materiales en las que se producen y en las que se accede a los textos. La espiritualización o sublimación son siempre sospechosas. Lo que traté de explicar en una intervención anterior es que esta espiritualización, en mi caso, no la he podido identificar tanto entre quienes se organizan para compartir libros en Internet, sino más bien en las sociedades de gestión colectiva de derechos de autor y las cámaras empresariales, que generalmente apelan a la glorificación de artistas famosos, a la inefabilidad del arte, como mecanismo para legislar formas de propiedad más duras sobre los bienes intelectuales (“los más sagrados”).

Roberto Arlt me parece un ejemplo excelente para ilustrar este punto, y te agradezco por traerlo al debate. Lo más interesante de la posición de Arlt es, me parece, su enfrentamiento a Horacio Quiroga, a Lugones y a otros autores que impulsaban en su momento la creación de la SADE, proponiendo una regulación de la propiedad intelectual más dura. Arlt observó que era necesario analizar seriamente qué intereses estaban en juego en esa sociedad de escritores. Dijo, por ejemplo, que dado que la mayoría de sus socios vendían cientos o unos pocos miles de ejemplares, no había nada que administrar. Criticó durísimamente la presencia de editores en esa sociedad, y señaló que las asociaciones de escritores debían fundarse para luchar, justamente, contra los editores. Junto a Elías Castelnuovo y otros escritores jóvenes, observó que asociaciones como la SADE solo podían tener de trasfondo el interés de formar una pequeña mafia administradora de derechos de propiedad intelectual que se repartiera el dinero entre unos pocos y dejara afuera al resto. Te comparto las crónicas de Arlt en las que me apoyo, así como la nota de Castelnuovo.

Otro rasgo interesante de la política de escritura de Arlt es que trabajó principalmente en diarios de circulación masiva, defendiendo la remuneración que le correspondía por su trabajo. Nuevamente, aquí el foco está puesto en el conflicto escritor-editor. En suma, la política de escritura de Arlt podría resumirse como un intento de llegar a la mayor cantidad de público lector posible, y de enfrentarse tanto a la élite literaria como a la patronal.

El principal punto de desacuerdo en esta discusión se da en el momento en que vos decís que, bajo ciertos «alardes libertarios», se encubre un robo al autor. Quizás tengo que ser en este punto muy preciso. Si nos referimos a la hipocresía de un par de editoriales majors que liberaron un puñado de libros durante la cuarentena, llenándose la boca con un discurso de solidaridad mientras perpetúan el mismo modelo editorial explotador de siempre, no me parece mal llamarles a ellos «ladrones que utilizan un discurso de liberación de la cultura». Pero si nos referimos a lectores y escritores que se juntan y se organizan a través de medios digitales para intercambiar libros, promover la lectura, recomendar textos, discutir y disfrutar de la literatura, me parece equivocada e injusta la acusación de «apropiarse del trabajo ajeno». Y si nos referimos a los militantes por el acceso a la cultura (en su mayor parte bibliotecarios, docentes, estudiantes), que defienden en distintos espacios políticos el acceso democrático, pleno, lo más libre posible a los bienes culturales, y que cuestionan el endurecimiento inusitado de las leyes de propiedad intelectual, también me parece profundamente errada la apreciación.

Luego está la cuestión acerca de si la gente de clase trabajadora lee más o lee menos que antes, y la manera en que Internet incide (para bien o para mal) en el acercamiento de los sectores populares a la literatura. Acá hay seguramente un segundo punto de acuerdo: la educación pública es la principal vía de acercamiento a la literatura de la mayor parte de la población, y esta función debe ser fuertemente defendida, y es una razón más para luchar por una educación pública y gratuita. De más está decir que las bibliotecas públicas y populares cumplen también un rol decisivo. Pero además, desde hace un par de décadas, y crecientemente, existen bibliotecas digitales, colectivos de digitalización y preservación, blogs, foros y grupos en redes sociales de intercambio y promoción de la lectura, donde se comparten libros en PDF o EPUB, se socializa, se conocen autores, se recomiendan lecturas. A veces las personas llegan a esos espacios porque tienen que conseguir un libro para la escuela, o para la facultad, y luego se quedan a leer otros libros. A veces se enganchan, se bajan más libros y los leen como pueden (muchas veces en el celular). A veces les gustan tanto algunos de esos libros que hacen lo que pueden para comprarse otros del mismo autor que todavía no están digitalizados, y tratan de compartírselos a los demás. Sostengo que ni los estudiantes de la educación pública, ni los usuarios de bibliotecas públicas y populares, ni tampoco los miembros de estas bibliotecas comunitarias en línea y grupos de intercambio entre pares, espiritualizan o invisibilizan la materialidad del trabajo de escribir. Sostengo que tienen derecho a pretender ejercer su derecho de acceso a la cultura, obteniendo copias digitales gratuitas en Internet. Eso no significa que desconozcan el trabajo del escritor. Muchos de los grupos acusados de «piratería» tienen, por ejemplo, normas autoimpuestas de prohibir compartir libros que se hayan publicado en el último año. Esto, más allá de si nos parece una medida correcta o incorrecta (¿deberían ser 6 meses?, ¿deberían ser 2 años?, ¿deberían publicarlos inmediatamente?), indica indudablemente que se percibe la materialidad de la escritura y del acceso, y se discute sobre ella. Subrayo: también se discute la materialidad del acceso, y se tiene muy claro que el acceso es inequitativo, que los libros son caros y que, del precio que se paga, la mayor parte se la llevan empresas explotadoras. De todo esto, y de muchas cosas más, se habla, y todo ello se pone en la balanza a la hora de decidir que compartir libros es una práctica justa. Algunos escritores participan también en esas conversaciones, ciertamente, porque forman parte de esos grupos.

Todas esas bibliotecas digitales y espacios de intercambio son ilegales. De acuerdo a la ley argentina de propiedad intelectual, sus miembros están expuestos, en caso de ser denunciados, a sanciones penales. Sus administradores, muchas veces personas con un compromiso social muy alto, son quienes se encuentran en la situación legal más vulnerable. Te hablé antes de BiblioFyL, que desapareció porque recibió una intimación legal de los titulares de los derechos de autor de las obras que estaban disponibles en la biblioteca. Podría mencionar también el caso de Horacio Potel, que seguramente ya conocés: el profesor de la UBA que creó sitios web para compartir textos de Nietszche, Heidegger y Derrida, y tuvo que soportar un proceso penal en su contra. Fortalecer la idea de que compartir cultura gratis es un «robo» no es inocuo: consolida un sentido común aprovechado por las corporaciones editoriales para promover el endurecimiento de la propiedad intelectual, estigmatiza prácticas que constituyen el ejercicio de derechos culturales, y pone a personas bajo la amenaza de persecuciones legales arbitrarias. Por favor, que no se entienda que estoy diciendo que vos sos el culpable de todo esto; estoy diciendo que esa particular interpretación de la materialidad de la producción cultural, que es solo una entre varias otras posibles formas de concebir dicha materialidad, no solo es equivocada a nivel conceptual, sino que también tiene efectos pragmáticos perjudiciales.

Otro punto de acuerdo que seguramente tengamos: es necesario que existan más políticas estatales que apoyen el trabajo de los escritores y de los artistas en general. Las políticas actuales en Argentina y en toda América Latina son magras e insuficientes, y también es preciso señalar que cuando las hay, es decir cuando el Estado da premios, subsidios, becas o financia de cualquier otro modo las obras literarias y artísticas, casi nunca exige a cambio que esas obras estén disponibles de forma irrestricta en Internet para toda la ciudadanía. Son obras financiadas por toda la sociedad, pero pocas veces vuelven a toda la sociedad.

Por otro lado, también es muy probable que coincidamos en que, frente a la concentración brutal del mercado editorial, es fundamental promover modelos de edición cooperativos y justos, como los que llevan a la práctica muchas editoriales independientes. Solo por mencionar algunas que conozco y admiro, te nombro el caso de la editorial cordobesa Ediciones de la Terraza, o la que ya te mencioné antes, Traficantes de Sueños. En estas editoriales el trato a los escritores es justo, se les paga lo que corresponde, y además las obras se encuentran disponibles en Internet. Son proyectos donde los lectores juegan un rol muy fuerte en el proceso de producción y circulación del libro, desde antes que el libro exista. Así, por ejemplo, mediante membresías o mediante rondas de financiamiento colectivo, logran conseguir los fondos para realizar una edición, y esa edición luego se vende en versiones de papel, y queda a libre disposición en formato digital. ¿Se puede decir que estos modelos subliman e invisibilizan el trabajo de la escritura? ¿No será, por el contrario, que estos modelos asociativos y cooperativos se toman realmente en serio la materialidad de la producción y del acceso? Está claro que son casos marginales y que no representan la generalidad de la producción literaria, pero no por eso dejan de mostrar un ejemplo de cómo podría ser una producción editorial más justa.

Por fin, otro punto en el que estamos de acuerdo: las tecnologías no son algo dado, sino que las formas que adquieren y sus usos se construyen socialmente. Toda tecnología, además, encarna una ideología. Uno de estos devenires social e ideológicamente construidos, contra el que muchas personas militamos, es el auge de las tecnologías de vigilancia y control desarrolladas por la industria editorial para prevenir «el robo», es decir, para prevenir que las personas compartan libros en Internet. Esas tecnologías, genéricamente llamadas DRM (digital rights management), no son un mero candado anticopia, sino que además, en muchos casos, vigilan la lectura hasta tal punto que los dueños de la propiedad intelectual pueden saber, con exactitud, qué páginas leyó cada usuario en cada momento. Esas tecnologías, diseñadas para prevenir que la gente se «apropie de lo ajeno», llegan además a límites tan absurdos como el «préstamo digital», que consiste en que los libros que los usuarios tienen en sus dispositivos se autodestruyen después de una cantidad prefijada de días. Las tecnologías anticopia, como también las hay en YouTube, por ejemplo, son las responsables de la censura de miles y miles de producciones culturales identificadas como «piratas» por el solo hecho de coincidir, o parecerse de alguna manera, a un material protegido por derechos de autor. No importa si esos usos fueron justos, si fueron hechos con fines educativos, si los materiales fueron utilizados para la crítica, la parodia u otras formas protegidas del discurso: las plataformas dan de baja los contenidos para proteger a los titulares frente a la “apropiación de lo ajeno”. En suma, coincidimos en que las tecnologías y sus usos se construyen socialmente. En lo que no coincidimos es en dónde entendemos que están los principales peligros. Creo haber dado argumentos para evidenciar que hoy el mayor problema no son las tecnologías que facilitan el intercambio de información entre pares, ni las personas que las aprovechan para compartir textos, sino las tecnologías que, en nombre de defender a los trabajadores de la cultura frente al “robo”, no hacen sino censurar, vigilar y controlar.

Ahora sí, por último, quiero mencionarte, aunque no sé qué tanto viene al caso, el ejemplo histórico de las editoriales y bibliotecas anarquistas, que tienen una larguísima tradición de más de un siglo, aún hoy vigente, en la que se promueve la reproducción y la edición «pirata» de textos para su mayor difusión. Si bien las prácticas de la copia y la multiplicación que llevan a cabo estas bibliotecas pueden adjudicarse al hecho de que muchos de sus textos son de propaganda, también es cierto que en estas bibliotecas hay libros de literatura, y de géneros intermedios entre literatura y propaganda. Me parece que es bueno tener presente la tradición anarquista en este campo, más allá de los acuerdos o desacuerdos que luego podamos establecer con ella.

Gracias de nuevo por este intercambio. Creo que el contrapunto de argumentos ayuda a pensar. ¡Saludos!

Martín Kohan

Estimado Jorge: no me preocupan las discrepancias, más bien me convocan; pero aun así me alienta ver que tenemos puntos en común.

Nos situamos en Arlt, entonces: la escritura es un trabajo y, como tal, deber ser pagado (trabajo impago es igual a explotación; la hay también en el trabajo pago, como sabemos, pero porque hay siempre una parte del mismo que no se paga).

La historia de las insuficiencias de la SADE como entidad gremial dura lo mismo que la historia de la SADE. Por eso surgió la SEA, en su momento; por eso surge ahora la Unión de Escritores y Escritoras.

Pero varias cosas han cambiado sustancialmente desde aquellas intervenciones de Arlt contra los carcamanes del amateurismo del escritor diletante. Menciono una: ya no hay grandes volúmenes de venta, salvo un puñado muy pequeño de casos de la literatura más comercial; mil ejemplares (el guarismo que Arlt bien podía despreciar) es hoy una cifra atendible para un libro en la literatura argentina actual (tampoco hay escritores famosos: habrá uno o dos, nada más). Por lo tanto, el daño que se hace tomando ese trabajo sin pagarlo es más rápido y más destructivo. Compromete, no ya el derecho del trabajador a ser remunerado, lo cual ya es decir bastante, sino también sus posibilidades de seguir siendo publicado (las editoriales se desprenden del autor cuyas ventas bajan).

En el artículo que escribí, y que estamos comentando por tu generosidad de lector, menciono dos cosas: una es la importancia de ampliar el acceso a los bienes culturales, a lo que me referí expresamente dando ejemplos concretos; pero un derecho no tiene por qué arrasar con otro. Participo activamente de la difusión y la ampliación de la circulación literaria, y no necesariamente con mis propios libros como objeto; creo haber dicho ya la visión que tengo sobre los casos en los que un libro no se consigue, o es difícil de pagar, o el caso de quienes no pueden pagarlo. Hablamos ahora de otra cosa. De quienes pueden pagarlo y aprovechan la ocasión para no hacerlo.

El segundo punto que planteo en el artículo es el de los conflictos que sí existen entre las editoriales y los autores, y los reclamos que cabe hacer al respecto. No me parece que eso esté omitido o escamoteado en mi texto. Pero las condiciones en que entregamos nuestro trabajo a las editoriales, foco de disputa, no tiene por qué ser excluyente respecto de ese otro problema que también planteo: el de Arlt, el de pagar el trabajo ajeno. No veo por qué habría que dirigir el planteo en una dirección o en otra; el problema involucra dimensiones distintas y es posible interpelar más de un aspecto a la vez.

Me alegra que traigas a colación el caso de las pequeñas editoriales, porque hasta ahora, de un modo demasiado parcial, veníamos refiriéndonos solamente a los grandes grupos. No generalizo las características de esas editoriales, porque las hay muy distintas entre sí; pero muchas se sostienen en el esfuerzo de dos o tres personas, sin un respaldo económico considerable, y en mi opinión son las que a menudo apuestan por la literatura más arriesgada, más interesante, menos adaptada a los requisitos del mercado. La idea de que es válido apropiarse de ese trabajo sin pagarlo, en caso de extenderse, resultaría letal para las editoriales de esa índole.

Valoro mucho los casos de editoriales cooperativas que ceden sus libros en un libro acceso: lo he dicho en el artículo. Cesión y apropiación, sin embargo, no son lo mismo, son lo contrario. Personalmente (casi no he hablado a título personal en todo esto), no tengo tiempo, ni capacidad ni ganas de participar en un proyecto cooperativo, demanda competencias operativas de las que carezco. Aprecio entonces a quienes lo hacen, pero no justifico el castigo a quienes no lo hacemos.

Admiro por igual, o más aún, la poderosa tradición de editoriales anarquistas, pero el anarquismo ponía en cuestión todo el orden social en cuanto a la explotación del trabajo y la defensa de la propiedad privada (burguesa). Aquí estamos hablando de algo sustancialmente distinto, e incluso contrario: personas perfectamente afianzadas en el orden capitalista de la propiedad privada (no hay más que ver los porcentuales de la orientación de los sufragios en el país: casi la totalidad de los ciudadanos se pronuncian a favor de partidos capitalistas), que cobran rigurosamente su trabajo, se declaran anarquistas en materia literaria y aprovechan para tomar un trabajo ajeno sin pagarlo. ¿Qué clase de anarquismo es este, tan pero tan sectorizado? Permitime descreer.

Agradezco la revelación (francamente, no lo sabía) de que varios de estos grupos de apropiadores del trabajo ajeno discuten internamente ciertas «normas autoimpuestas». Lo que indica ni más ni menos que lo que digo: que saben bien que están ocasionando un perjuicio muy concreto a los trabajadores, y por ende sopesan qué tanto daño les parece admisible. El ejemplo que das: ¿un año? ¿Seis meses? ¿O dos años? En una especie de cónclave de poder, establecen qué lapso otorgarán al productor de un trabajo para percibir la remuneración que le corresponde, y a partir de qué momento deciden privarlo de ese derecho. Una vez más, la literatura no comercial, la que menos responde al impacto de la novedad, la que más precisa de tiempos de lectura y afianzamiento, es la más perjudicada.

Si yo participara de uno de esos cónclaves, cosa imposible, en los que establecen al cabo de cuánto tiempo se les antoja que ya es válido quitarle a alguien el pago por su trabajo, yo votaría: «¡Nunca!». Como me estoy refiriendo al productor del trabajo, queda claro que me opongo a los derechos hereditarios; de las salvedades necesarias para la difusión, ya hemos hablado; y de la función del Estado en todo esto, estamos mayormente de acuerdo también. Pero esa inspiración arltiana, por la que la escritura en el periodismo da la pauta a la escritura de la literatura, indica que nadie tiene por qué trabajar gratis, a menos que por alguna razón lo prefiera, y que el trabajo cedido ha de ser eventualmente el propio: si es siempre el de otro, la trampa está a la vista.

Jorge, espero que este intercambio haya servido a quienes lo siguen, para pensar este campo de cuestiones. A mí, al menos me ha servido, y mucho. El artículo que escribí se titula «Notas para un debate», lo que expresa cuánto me interesaba esta instancia, la de debatir. Así que sólo me queda agradecerte.

Te mando un abrazo

Martín Kohan

Estimado Martín:

Voy a tratar de repetir lo menos posible argumentos anteriores. Me centraré en argumentos nuevos o en la extensión de argumentos que necesitan un mayor desarrollo.

Estamos en Arlt y en sus críticas a la entonces flamante SADE. Creo que la postura de Arlt no puede enmarcarse como un simple señalamiento de insuficiencias, sino como la denuncia de un problema de raíz, que consistía en la connivencia entre la élite de escritores y los editores, en contra de los intereses de los verdaderos trabajadores de la escritura.

La inspiración arltiana que mencionás, la de que la escritura en el periodismo da la pauta de la escritura en la literatura, me parece que es clave. Los escritores que escriben en medios de prensa cobran, en algunos casos, salarios, y en otros casos una tarifa por nota o por palabra. Los traductores literarios también se esfuerzan colectivamente por hacer cumplir determinadas tarifas, en un conflicto que siempre se plantea en términos de trabajadores contra editoriales. Por eso, es bastante raro encontrar periodistas o traductores que se quejen de la piratería. Está claro que hay peculiaridades en el trabajo del escritor que hacen más compleja su posición. El tipo de contratos que firma es distinto, y su situación precaria le da pocos incentivos para salir a denunciar las prácticas de su editorial, porque una actitud díscola puede significarle la no publicación de futuros libros. Para complicar aún más la situación, las editoriales multinacionales, las más explotadoras, son a veces las que más pagan, por lo que suele haber una captación por parte de las majors de los escritores de editoriales más chicas, que no pueden competir en distribución con los monstruos. Pero además, hay otra peculiaridad del trabajo del escritor. Como dice Piglia en una entrada de los diarios de Renzi:

«La clave es que el arte no puede ser medido con el criterio del trabajo abstracto, general, que sirve para medir o calcular la ganancia. ¿Cuántas horas hacen falta para producir un cuento de Borges? es una pregunta ridícula y no sirve, desde luego, para calcular ningún precio. Los libros valen, como objeto, por el tiempo de trabajo socialmente necesario (o trabajo abstracto) que hace falta para hacerlos. (La base es el precio del papel, que se calcula del mismo modo).»

Y entonces, ¿qué pasa con el valor cuando alguien baja o comparte el PDF de un libro en Internet? Vos decís que hay trabajo impago, y que como hay trabajo impago, hay explotación, hay robo del trabajo. Pero yo afirmo que la relación no es de explotación ni de robo. Cuando alguien copia un PDF está creando un nuevo valor de uso, que puede satisfacer las necesidades de lectura de sí mismo o de otra persona. Pero no hay traspaso de valor de un lugar a otro. En el robo de un celular, por ejemplo, la persona que roba lo hace porque el celular encarna valor. Lo puede vender y conseguir así unos pesos. El producto de la copia de un libro no se puede vender (o sí, pero solo a gente muy desprevenida) porque no tiene valor. ¿Qué clase de explotación es aquella en la que el explotador no se enriquece? ¿Qué clase de robo es aquel en el que no hay desposesión?

Lo que generan la copia y el intercambio no mercantil de cultura es el temor a que, de generalizarse, de convertirse en la forma de acceso dominante, atentarían de forma sistémica contra el valor de la mercancía libro. Esto no es algo que haya ocurrido hasta el momento. En la actualidad más bien se verifican tendencias contradictorias, donde el PDF que circula en Internet genera, por un lado, lecturas no pagas, y por otro lado, difusión de la obra que se traduce en ulteriores lecturas pagas. De ahí, quizás, que los libros de Cabezón Cámara se sigan vendiendo sin problemas más allá de estar disponibles en cientos de bibliotecas digitales. Pero es cierto que, eventualmente, la copia y el intercambio podrían atentar sistémicamente contra el valor de la mercancía libro, y eso podría poner en aprietos a todo el sector editorial. Como también podría atentar contra el valor de la mercancía, y poner en aprietos al sector editorial, la proliferación de personas que no solo copian libros, sino también escriben poemas, cuentos, notas periodísticas o artículos de crítica literaria en blogs o en foros o en páginas de Facebook, sin que el resultado de su trabajo encarne valor ni opere como mercancía. Esto es parte también del nuevo escenario. Nunca se escribió tanto como hoy. ¿Debería esto también alarmarnos? ¿O por el contrario, deberíamos alentarlo?

Tu última respuesta también me sirvió para comprender cuán acotada es la práctica que criticás. No criticás a quienes comparten en Internet libros indisponibles, libros caros, libros de autores muertos, o a quienes lo hacen para estudiar o porque no tienen medios de compra. Criticás únicamente a quienes pueden pagar y aprovechan que el libro está en Internet para no pagarlo. Pero estamos ante una cuestión resbaladiza. Las bibliotecas brindan un servicio sospechosamente parecido a los grupos de intercambio en Internet: ofrecen lecturas no pagas, y no tienen un derecho de admisión para impedir la entrada a quienes tienen capacidad de compra. ¿Nos gustaría que para acceder a la biblioteca fuera necesario un comprobante de ingresos? ¿En qué se diferencia del bibliotecario la persona que compra un libro, lo digitaliza y lo pone a disposición de otras personas, si no es en que ofrece el mismo servicio pero potenciado?

Por lo demás, el sector tan preciso y reducido en el que hacés blanco (quienes pueden pagar libros que están disponibles, de autores vivos, y aprovechan para no pagar) me parece que no es representativo de la población que descarga y comparte libros en Internet. Me parece que creaste algo así como un hombre de paja: el tipo que tiene plata pero se baja todo y encima da cátedra de la sacralidad del arte. No me parece que esa sea una descripción que haga honor a la realidad más difundida en Argentina y en la región.

Eso sí, la ley te da la razón. Las infracciones a la ley de propiedad intelectual tienen penas de hasta 6 años de prisión. Lamentablemente, la ley no hace todas las excepciones que vos hacés, es decir que quienes comparten las obras de Borges, o quienes no tienen medios de compra, están expuestos a la misma pena. La opinión de que toda reproducción no autorizada es robo, o defraudación, está en la ley. Una ley que por supuesto nos convierte a todos en criminales, y que afortunadamente se aplica poco, pero que, aun cuando no se aplica, coloca en situación de informalidad y de precariedad a muchísimas personas que buscan atender derechos culturales.

Por último, en cuanto a las normas comunitarias de los grupos de digitalización e intercambio de textos, que a veces fijan “períodos de embargo” más o menos extensos antes de poner a disposición las obras, no mencioné esas normas a modo de provocación ni para causar alarma ni porque yo personalmente las apoye, sino únicamente para cuestionar la idea, presente en tu argumentación, de que no hay una reflexión sobre la materialidad de la escritura entre quienes comparten textos en Internet.

Te agradezco este debate, Martín. Temo, eso sí, que alcance una extensión que lo haga ameritar una edición impresa, y que, llegados a ese punto, no nos podamos poner de acuerdo en su forma de circulación.

Hablando en serio, gracias por el tiempo y por la buena disposición. Un abrazo!

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