El sueño de los hoteles

Hotel San Carlos, en Nueva Orleans. Fuente: Wikimedia Commons.

Una manera de leer los Viajes por Europa, África i América, de Sarmiento, es como la travesía de un hombre sudamericano para absorber la esencia del capitalismo. Tres años y tres continentes dedica a esa tarea. Él espera encontrar en Europa las claves del mundo futuro, pero se desilusiona al ver su cara menos amable: la desigualdad y la miseria. En cambio, en Estados Unidos encuentra algo inesperado, algo que ni siquiera imaginó:

«Salgo de los Estados Unidos, mi estimado amigo, en aquel estado de excitación que causa el espectáculo de un drama nuevo (…)».

Se desorienta ante lo que ve. No sabe cómo nombrarlo:

«Los Estados Unidos son una cosa sin modelo anterior, una especie de disparate que choca a la primera vista (…) i no obstante este disparate inconcebible es grande i noble».

¿En qué consiste este disparate? En un progreso material acelerado sin ningún antecedente en la historia. Pero Sarmiento se da cuenta de que ese avance material implica algo más. Produce como efecto una nueva lógica, nuevos valores, nuevas formas de pensar:

«De manera que para aprender a contemplarlo, es preciso antes educar el juicio propio (…) no sin riesgo de, vencida la primera estrañeza, apasionarse por él, hallarlo bello, i proclamar un nuevo criterio de las cosas humanas.»

En Estados Unidos, la prosperidad es infinita. Cada día parten en todas direcciones convoyes para fundar una, diez, cien ciudades:

«(…) i una Babel se levanta en un año, en medio de los bosques (…) Ábrense en tanto caminos de comunicación; el diario del lugar da cuenta de los progresos de la sociedad, la agricultura comienza, álzanse los templos, los hoteles, los muelles i los bancos; puéblase de naves el puerto, i la ciudad empieza en efecto a estender sus relaciones i a hacer sentir la urjencia de ligarse por caminos de hierro o canales a los otros grandes centros de actividad.»

Como Sarmiento carece todavía del imaginario inherente al capitalismo, es decir, de ese «nuevo criterio de las cosas humanas», cuando quiere describir las maravillas que encuentra, lo hace siempre por comparación con los mitos bíblicos, como vimos recién cuando menciona las Babeles, o con la grandiosidad clásica. Por ejemplo:

«Nueva York es la capital del más rico de los Estados americanos. Su municipalidad sería por su magnificencia comparable solo al Senado romano, si no fuese ella misma compuesta de un Senado i una Cámara de Diputados que lejislan sobre el bien de medio millón de ciudadanos. Solo la de Roma le ha precedido en la construcción de jigantescas obras de utilidad pública, si bien de los restos de los famosos acueductos que traían el agua a la ciudad eterna, ninguno ha vencido dificultades tan grandes, ni empleado medios más adelantados.»

La comparación de Estados Unidos con la grandeza de Roma, como representación disponible, es constante:

«Oh Reyes de la tierra, que habéis insultado por tantos siglos a la especie humana, que habéis puesto el pié de vuestros esbirros sobre los progresos de la razón i del sentimiento político de los pueblos revolucionados; dentro de veinte años, el nombre de la República norteamericana será para vosotros como el de Roma para los reyes bárbaros.»

Más allá de la justeza de la predicción, lo que me interesa es que, todavía a mediados del siglo XIX, la antigüedad clásica seguía siendo la medida de los logros civilizatorios. Quien viajaba a Roma se encontraba con una ciudad pequeña y pobre, rodeada de ruinas colosales de una grandeza perdida que quizás algún día se pudiera recuperar. Dos siglos después de los viajes de Sarmiento, las comparaciones con la antigüedad no tienen cabida. Hoy hay cientos de ciudades más grandes que Roma. El capitalismo no tiene un referente externo con el que compararse; solamente se compara consigo mismo, en una trayectoria imparable hacia adelante. Registra su marcha y se proyecta hacia el futuro.


Astor House, en Nueva York. Fuente: Wikimedia Commons.

De todas las cosas que encuentra Sarmiento en Estados Unidos, una de las que más le asombra son los hoteles. Edificios más grandes que las catedrales cristianas, construidos en un eclecticismo extravagante, capaces de albergar miles de personas por módicas sumas, en los que la vivienda, el entretenimiento, la vida social y la alimentación están gestionados de la forma más eficiente.

En los hoteles, Sarmiento ve la realización más acabada de los falansterios soñados por Fourier. No es que Sarmiento sea un seguidor de Fourier: su estilo profético le causa risa y sus ideas de liberación sexual, abominación. Tampoco Sarmiento cree en el socialismo; por el contrario, es un ferviente partidario de la propiedad privada y del cercamiento de campos. Pero reconoce la justeza de las críticas de Fourier al capitalismo realmente existente y, sobre todo, cree que sus propuestas, convenientemente adaptadas, pueden aportar eficiencia, racionalidad y hasta cierta igualdad a la sociedad moderna:

«Dejemos a un lado su apocalipsis i sus doctrinas antimorales pues que son la negación de la moral humana. Pero su idea práctica de reunir una villa en una sola familia bajo un techo i un hogar común, como los grandes hoteles que con tanta ventaja esplota hoi la industria; criar los niños, en una sola sala de asilo; educarlos en un colejio común; asociar el trabajo personal, el talento i el capital, en una grande esplotacion, i asegurar a cada uno, sin hacer comunes los bienes, su parte de provechos que hoi solo recoje el rico; responder de la subsistencia del anciano inválido, i cuidar de la mujer desvalida; hacer en una palabra que cada uno tenga su proporcionada parte de felicidad, sin que a unos toque como hasta hoi la opulencia i los goces, mientras que al mayor número solo caben en suerte veinte horas de trabajo, i con ellas la desnudez, la ignorancia i los vicios; conseguir todo esto o algo de ello, merece sin duda la pena de que se haga como cosa perdida el ensayo de un falansterio, para ver hasta dónde el loco era cuerdo, esperimentado el visionario, e inspirado el profeta.»

Casi un año después de escribir lo anterior, Sarmiento encuentra que en Estados Unidos, gracias a la iniciativa floreciente de cientos de empresarios, sin la influencia de Fourier, «siguiendo la simple impulsión de la conveniencia», algo parecido a los falansterios está tomando forma:

«Cada gran ciudad de los Estados Unidos se envanece de poseer dos o tres hoteles monstruos, que luchan entre sí en lujo i comfort, menudeado al pueblo a precios ínfimos. El Astor Hotel en Nueva York es una soberbia construcción en granito que ocupa con su mole un costado de la plaza de Washington; i en ninguno de los templos que abundan en aquella ciudad se han invertido mayores sumas.»

Los hoteles no son solo espacios para turistas. Demuestran ser también instrumentos para el bienestar de la clase trabajadora. Lo comprueba en Lowell, una ciudad industrial de los alrededores de Boston. Allí, según Sarmiento, queda desmentida la ley de la polarización creciente de las clases sociales bajo el capitalismo:

«Dícese que las fábricas aumentan el capital en razón de la miseria popular que producen. Lowell es un desmentido a esta teoría.»

En Lowell, los salarios son altos, los empresarios obtienen ganancias jugosas y los precios de los productos fabricados son competitivos con los de Inglaterra, donde los obreros se mueren de hambre. ¿Cómo lo consiguen? Aumentando la productividad mediante la educación de obreros y obreras. Y para esto, además de las escuelas, el hotel cumple un papel fundamental:

«Para obtener estos resultados hai en Lowell hoteles cómodos i espaciosos que dan de comer i alojamiento económicos a los obreros, disponiendo de bibliotecas, diarios i aun pianos para las niñas que saben su poco de música.»

Los hoteles, por lo tanto, son una pieza clave para la prosperidad de las naciones:

«Los pueblos estacionarios, como la España i sus derivados, no necesitan hotel, bástales el hogar doméstico; en los pueblos activos, con vida actual, con porvenir, el hotel estará mas arriba que toda otra construcción pública.»

Y si son claves es porque organizan de forma racional y a escala mayor la reproducción social. La arquitectura, los servicios y las reglas de convivencia están cuidadosamente dispuestos para satisfacer las necesidades de los habitantes del hotel a un costo menor que la vivienda familiar, «proporcionándoles comodidades que no puede obtener la familia aislada en el hogar doméstico». La administración del hotel tiene cuidadosamente registrados a los huéspedes y es responsable por su bienestar. Para ello, tiene a disposición información completa sobre el transporte, las comunicaciones, el comercio y la vida cultural de la ciudad. También ofrece materiales de lectura, espacios de sociabilidad y de entretenimiento tanto a hombres como a mujeres. La limpieza y la alimentación están organizados de forma industrial. Las comidas tienen horarios y normas estrictas y ocurren en grandes salones donde se proveen alimentos abundantes a la multitud reunida. Las reglas minuciosas del hotel contrastan, sin embargo, con el desorden, o mejor dicho, el caos creativo, que se despliega en los espacios comunes, y que es el resultado de la escala gigantesca del hotel y del entrecruzamiento de personas diversas. Son dos caras de un mismo proceso: mientras el entrecruzamiento de clases desafía las antiguas jerarquías y fomenta una cultura de la igualdad, la clase trabajadora está siendo, al mismo tiempo, educada para cumplir de la mejor manera su rol. De manera que el hotel no solo es más eficiente que el hogar para reproducir la vida, sino también para fundar una ideología.

La pregunta hoy, entonces, es por qué, dos siglos después de que Sarmiento viera a la organización de la vida en el hotel como el devenir lógico de la reproducción social en el capitalismo, esa predicción falló tan estrepitosamente y la vida se organizó en hogares familiares cada vez más pequeños. Una respuesta posible la da el propio Sarmiento: al mismo tiempo que en Estados Unidos se construyen los primeros grandes hoteles, también se generalizan las casas familiares que aspiran a satisfacer todas las comodidades. A pesar de su pequeña escala, menos eficiente, tienen la ventaja de fomentar una industria potencialmente infinita de útiles y aparatos para la comodidad hogareña, que florece en Estados Unidos como en ningún otro lugar. Otra razón se puede adivinar cuando Sarmiento menciona «la actividad i destreza de cincuenta o de cien domésticos», evidentemente asalariados, que se encargan de brindar los servicios y mantener el orden en el hotel, y más aún, cuando describe que entre los huéspedes hay mujeres asalariadas, desde hilanderas hasta maestras, a quienes las normas de convivencia brindan ciertas garantías contra abusos y malos tratos. El hogar familiar, a diferencia del hotel, tiene la ventaja, para el capital, de mantenerse en base al trabajo impago de las amas de casa.

Lo interesante de la fantasía de Sarmiento, en todo caso, no está en juzgar si sería mejor o peor vivir la vida en los hoteles, que él creyó que serían la base de la organización doméstica. Radica, más bien, en trasladarnos a un momento en el que estaba en juego la transformación completa del sistema social, incluso de las formas más básicas de sociabilidad. Y en recordarnos que, tarde o temprano, habrá un nuevo momento en el que se jueguen tareas semejantes.

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