Una situación particular

Una de las cosas que llama la atención en la Historia de la Revolución Rusa, de Trotsky, es la insistencia de los bolcheviques durante 1917 en no llamar a la insurrección antes de tiempo. Sin disimular ni atenuar los objetivos revolucionarios, condenaban las aventuras alocadas, hacían todo lo posible por evitar las provocaciones y contenían el estallido de las masas a la espera de que las condiciones permitieran la toma del poder.

Esas condiciones finalmente resultaron de la combinación de una guerra interminable que dejó a Rusia en la ruina, una organización obrera cada vez más fuerte y una lucha feroz entre los campesinos pobres y los propietarios rurales.

Pero hay algo más que requiere toda revolución: la fuerza militar.

«Es indudable —escribe Trotsky en el capítulo VII— que, al llegar a una determinada fase, el destino de toda revolución se resuelve por el cambio operado en la moral del ejército. Las masas populares inermes, o poco menos, no podrían arrancar el triunfo si hubiesen de luchar contra una fuerza militar numerosa, disciplinada, bien armada y diestramente dirigida.»

Encontramos acá el reconocimiento explícito de que ningún régimen burgués puede ceder el poder pacíficamente a la clase trabajadora. Buena parte de la Historia de la Revolución Rusa es el recuento de los infinitos obstáculos, ardides y batallas que opone la burguesía rusa en su lucha a muerte por permanecer en el poder. La cuestión militar, hoy poco abordada por los movimientos y partidos de izquierda, es central no solo para los rusos sino que también está presente, sin ir más lejos, en Engels.

La insurrección de un movimiento de masas desarmado frente a un ejército disciplinado lleva inevitablemente a un baño de sangre. Sin embargo, Trotsky postula una salida:

«Pero toda profunda crisis nacional repercute, por fuerza, en grado mayor o menor, en el ejército; de este modo, a la par con las condiciones de una revolución realmente popular, se prepara asimismo la posibilidad —no la garantía, naturalmente— de su triunfo.»

En este punto es necesario plantear una salvedad. Las condiciones en la Rusia de la Primera Guerra Mundial facilitaban que la crisis económica y la agitación de masas incidieran decisivamente en el ánimo de los soldados porque estos habían sido reclutados de manera forzada y estaban hartos de la guerra. La situación de las fuerzas armadas hoy en la mayor parte del mundo es muy distinta: los militares, así como los policías, ingresan por voluntad propia y son profesionales. Es decir que se ponen al servicio del poder con plena conciencia.

Pero más allá de lo anterior, el núcleo de lo que me interesa de este pasaje de Trotsky es la situación especial en la que se ve el soldado conscripto en el momento de la revolución:

«[E]l ejército no se pasa nunca al lado de los revolucionarios por propio impulso, ni por obra de la agitación exclusivamente. El ejército es un conglomerado, y sus elementos antagónicos están atados por el terror de la disciplina. Aun en vísperas de la hora decisiva, los soldados revolucionarios ignoran la fuerza que representan y su posible influencia en la lucha.»

Se revela así uno de los propósitos principales de la disciplina, que consiste en impedir que los reclutas conozcan los deseos y el estado de espíritu de los compañeros:

«Los soldados revolucionarios, los simpatizantes, los vacilantes, los hostiles, permanecen ligados por una disciplina impuesta, cuyos hilos se hallan concentrados, hasta el último momento, en manos de la oficialidad. En los cuarteles sigue pasándose revista diariamente a los soldados y se les cuenta, como siempre, por orden de las filas ‘primera y segunda’; pero no, pues sería imposible, por orden de filas ‘revoltosas’ y ‘adictas’.»

Dado que toda desviación está atada a un castigo implacable, es necesario, e incluso vital, suponer, intuir, adivinar lo que piensan los compañeros. Cualquier paso en falso puede significar la muerte. La situación de la población civil es, en este sentido, menos dramática:

«[Las masas populares] tienen posibilidades incomparablemente mayores de someter a prueba la homogeneidad de sus filas en el proceso de preparación de la batalla decisiva. Las huelgas, los mítines, las manifestaciones, tienen tanto de actos de lucha como de medios para medir la intensidad de la misma.»

En cambio, los soldados tienen una sola oportunidad. Por eso, para dar el salto decisivo, tienen que estar seguros de ganar:

«[L]os soldados, en su gran mayoría, se sienten tanto más capaces de desenvainar sus bayonetas y de ponerse con ellas al lado del pueblo, cuanto más persuadidos están de que los sublevados lo son efectivamente, de que no se trata de un simple simulacro, después del cual habrán de volver al cuartel y responder de los hechos, de que es efectivamente la lucha en que se juega el todo por el todo, de que el pueblo puede triunfar si se unen a él y de que su triunfo no sólo garantizará la impunidad, sino que mejorará la situación de todos.»

Así, estos seres grises que recibieron las armas contra su voluntad, que sufren en sus cuerpos el terror embrutecedor de la guerra y la arbitrariedad de la disciplina, se convierten, en la víspera de la revolución, en personajes trágicos que buscan, a ciegas, el sentido de justicia en las proclamas de los agitadores, el destello en las caras secas de sus camaradas en armas, la señal en el aire que confirme que el momento llegó. Todas las miradas, todos los anhelos del pueblo están puestos en ellos. Y recordados fueron siempre quienes tuvieron el honor de apuntar primero en la otra dirección.

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