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Una cosa importante en Ricardo

Transcribo algo que dijo hace poco Rolando Astarita. Lo dijo en una clase sobre teorías monetarias, al referirse a David Ricardo. Empezaba a explicar la adhesión de Ricardo a la teoría cuantitativa del dinero, cuando de repente se detuvo e hizo un paréntesis. Todavía no me olvido:

«Una cosa importante en Ricardo: Ricardo era un gran científico. Y los científicos cuando cometen errores son sistemáticos. Cometen errores serios, en profundidad. El tilingo es el tipo que se agarra de cualquier cosa de superficie, cambia todos los días, corre atrás de las modas. Ricardo no: Ricardo es sistemático. Y entonces, su teoría del valor conecta con su defensa de la ley de Say y conecta con la teoría cuantitativa del dinero. Están todas conectadas porque es sistemático en su pensamiento al desarrollarlo.»

Vale sobre David Ricardo y vale también como ética del conocimiento. A la hora de pensar un problema o construir una teoría, el peligro principal no es equivocarse. Se pueden cometer errores admirables. El peligro es quedarse en la superficie, por desgano o por conveniencia.

Pero también hay en ese paréntesis una ética de la lectura: un llamado a leer y estudiar seriamente no solamente las teorías que nos gustan, sino también las teorías que criticamos.

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Revelación demorada

Hace 5 o 6 años se rompió el control remoto del aire acondicionado y lo llevé al lugar de Montevideo que juzgué más apropiado: La Casa del Control Remoto. Recuerdo que era un lunes y que el negocio quedaba lejos de casa. El empleado recibió el control con una sonrisa, me dio un recibo, me dijo que los técnicos de la casa lo revisarían y que el diagnóstico estaría al día siguiente. El presupuesto era sin cargo.

Cuando volví el martes, después del largo viaje en ómnibus, no solo estaba el diagnóstico, sino que el control ya había sido reparado. Pero había un detalle: cuando el empleado me informó el monto de la factura, era cuatro veces lo que costaba un control remoto nuevo. No entendí, pregunté de nuevo. No había error, eran 2000 pesos. Recordé entonces que, de acuerdo a lo promocionado por la Casa, el presupuesto era sin cargo. Invoqué la cláusula y pedí que me devolvieran el aparato. Como ya lo habían reparado, el empleado me dijo que ahora tendrían que volver a abrirlo, quitarle el componente sano que habían colocado y devolverme el control tal como estaba cuando lo llevé. Le dije que esperaría. Me respondió que no podían hacerlo en el día: había que volver al día siguiente.

A primera hora del miércoles estuve en el negocio. El empleado me hizo esperar media hora. Pensé que nunca recuperaría el control. Por fin vino con el artefacto (se veía igual que siempre) y me lo devolvió. No gasté ni un centavo. El aparato, por supuesto, seguía roto. Yo compré uno nuevo. Durante años conté la anécdota en reuniones de amigos y familia, orgulloso de no haber sucumbido a la extorsión de la Casa.

Hace poco conversaba en un bar con un compañero del trabajo nuevo. Tomamos café, nos empezamos a contar cosas de nuestro pasado. Le conté lo del poker y él me habló de sus primeros empleos. Atendió una heladería y después, durante varios meses, quizás un año, había trabajado en un servicio técnico de audio en Buenos Aires. Se especializaban en centros musicales y minicomponentes de la marca Aiwa. Teníamos tiempo, le dije que me contara más. Me explicó que en aquel momento era muy joven y que su rol consistía en tomar los pedidos. No sabía nada de la parte técnica, pero había tenido que aprender un breve protocolo de frases y respuestas ante distintas situaciones.

La cuestión era bastante sencilla: la mayoría de los equipos de audio que llegaban al negocio fallaban porque estaban sucios o porque se había roto alguna pieza pequeña, muy barata. Al recibir el equipo, él informaba en el mostrador que lo estudiarían y que tendrían un presupuesto al día siguiente. El equipo pasaba ese mismo día a una sección del taller donde lo limpiaban. Si la limpieza alcanzaba para que volviera a funcionar, el aparato era puesto en el estante de las entregas, en perfecto estado, listo para ser devuelto.

Entonces volvía a tocarle actuar a él. Llamaba por teléfono al cliente y le comunicaba que después de largas pruebas, habían identificado que la falla se debía al mal funcionamiento de una pieza delicada. El repuesto era difícil de conseguir y caro. Si el cliente interponía alguna pregunta o reparo, él apelaba a una jerga predefinida, intrincada y vaga. El precio de la reparación era altísimo, pero la mayoría de las personas terminaba por aceptarlo.

Si el cliente no aceptaba el presupuesto, se activaba un nuevo protocolo. Dado que el aparato, luego de la limpieza, funcionaba perfectamente, no podían devolverlo tal como estaba. Entonces volvía al taller, pero a otra sección, la de puesta a punto (así le llamaban), donde le quitaban piezas y las guardaban como repuestos para nuevas reparaciones. De esta manera, cuando él devolvía el equipo, no funcionaba, tal como esperaba el cliente.

Por supuesto, había unos pocos casos en los que el equipo que llegaba al negocio estaba verdaderamente roto y la reparación era real. En estos casos el procedimiento era más simple: se usaban las piezas extraídas de los equipos sanos y se hacían pasar por piezas nuevas de la marca. El precio comunicado al cliente era, por supuesto, igualmente altísimo.

Mi amigo no había terminado de contar el mecanismo y yo me reí. Preguntó qué pasaba. Le conté la historia del control remoto. Confirmamos juntos que el procedimiento, sin ser idéntico, se correspondía en lo esencial. Me reí porque entendí que yo no había ganado aquella vez. Se habían aprovechado de mí, y no solo eso: el escenario estaba montado desde un principio para que ni yo, ni nadie, tuviéramos ninguna posibilidad de neutralizar la trampa. Todas las alternativas estaban previstas, y en todas ganaba el negocio. No sentí rabia ni impotencia. Sí vergüenza por las veces que me había jactado de mi victoria. Pero sobre todo, me sentí feliz de conocer algo que ante mis ojos había sido invisible, como quien disfruta al descubrir un truco perfecto o un secreto secular.

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Una forma del chiste en Borges y Piglia

En abril de 1958, Borges le cuenta a Bioy Casares que lo invitaron de la embajada de Israel a un evento en el teatro Colón: «Vi que era con frac y no fui. Qué raro si hubiera alquilado un frac y al llegar al Colón descubriera que el embajador era el que me había alquilado el frac. Qué raro si toda la fiesta se hubiera organizado para alquilar muchos fracs». Bioy registra en su diario la ocurrencia de Borges, a mitad de camino entre el chiste de judíos y la parodia de su propia timidez.

En 2013, Ricardo Piglia cuenta que en los años 80 Vargas Llosa fue a la casa de Borges a entrevistarlo. Como el departamento es modesto, Vargas Llosa le dice: «Borges, pero cómo puede ser que usted viva en este departamento». Borges se ofende y al día siguiente comenta: “Vino un peruano, que debe trabajar en una inmobiliaria, porque quería que yo me mudara”.

Piglia respalda la anécdota diciendo que puede leerse en una entrevista a Vargas Llosa en Paris Review. Sin embargo, el remate, que es lo que me interesa, no figura por supuesto en la entrevista de Paris Review. Es probable que lo haya inventado Piglia, pero es creíble porque tiene la misma estructura del chiste de Borges del año 58.

El procedimiento de Borges y Piglia es infinitamente replicable. Por ejemplo:

  • «Mi cuñado Ernesto me pregunta por qué, teniendo la posibilidad, no me compro un auto. Para mí que Ernesto va a comisión con una concesionaria.»
  • «Nos encontramos en una fiesta con la doctora Sanabria, que le dice a mi hermana que siempre está tan sobria sin maquillaje. Mi hermana después comenta: ‘Me parece que de la cartera le asomaba una revista de Avon'».
  • Etcétera.

Los elementos son:

  1. La anécdota inicial en que la modestia, la timidez o la discreción del protagonista es vulnerada por una interpelación frívola o vulgar.
  2. La resolución inesperada en la que el protagonista, en lugar de señalar la frivolidad del interlocutor, le atribuye, en un giro paranoico, una intención comercial.

La atribución errónea subraya la frivolidad de la otra persona y, en los relatos de Borges y Piglia, el efecto es mayor porque quien termina degradado como alguien sin pensamiento propio, como un comerciante dominado por una lógica ajena a la conversación, es una persona de prestigio, un embajador o un escritor famoso. Ya en el Arte de injuriar, Borges sugería que los términos mercantiles o burocráticos, aplicados a un escritor, sirven para avergonzarlo.

El procedimiento tiene la virtud de ser muy gracioso (se nota en cómo se ríe la gente con la anécdota de Piglia) y de que puede usarse tanto para la injuria como para desnaturalizar clichés sociales.

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Sobre la virtud humana y el socialismo

Las cuatro virtudes. Fuente: Wikimedia Commons.

Hace dos años publiqué un post sobre la vida después de la revolución. Hoy leo en el libro de Terry Eagleton Por qué Marx tenía razón, de 2011, una idea similar a la que traté de desarrollar en ese post.

El libro de Eagleton responde algunas objeciones típicas, basadas en el sentido común, de quienes se oponen al comunismo. Una de las objeciones, a la que Eagleton le dedica un capítulo, es que el marxismo es un sueño utópico e ingenuo:

«Cree en la posibilidad de una sociedad perfecta, sin penurias, sufrimiento, violencia ni conflicto. En el comunismo no habrá rivalidad, egoísmo, sentimientos posesivos, porfías competitivas ni desigualdad. Nadie será superior ni inferior a nadie. Nadie trabajará, los seres humanos convivirán en perfecta armonía y el flujo de bienes materiales será interminable.»

Eagleton desmiente que Marx haya propuesto algo así. De hecho, Marx combatió los planteos utópicos. Para Eagleton, no hay nada que permita prever que en una sociedad comunista no haya agresividad, conflicto o maldad:

«Cabría esperar, pues, que toda institución socialista tuviera también sus oportunistas, sus aduladores, sus aprovechados, sus tramposos, sus holgazanes, sus parásitos, sus chupasangres y hasta algún que otro psicópata ocasional. Nada hay en los escritos de Marx que dé a entender que esto no sería así.»

Pero hay algo que complica todavía más las cosas:

«Además, si el comunismo consiste en la participación de todos y todas en la vida social y en la máxima medida de lo (en ellos y en ellas) posible, es de esperar también que aumenten los enfrentamientos en lugar de disminuir, ya que serán más los individuos implicados en la acción.»

A esto mismo me refería yo cuando escribí:

«Si la propiedad de los medios de producción ya no es privada, y si el trabajo se organiza de manera democrática, hay una exposición mucho más grande que en el capitalismo a las relaciones políticas, que son capaces de generar infelicidad, y mucha. Mientras que las relaciones mercantiles generan la ansiedad de validar la mercancía en el mercado, la paranoia de ser estafados, la cosificación de las personas que nos rodean y la necesidad de competir de manera salvaje, las relaciones socialistas implican el sufrimiento de la negociación, de la decisión democrática que necesariamente es dificultosa y muchas veces insatisfactoria. Nos liberamos de la infelicidad de cumplir mecánicamente las órdenes despóticas del patrón, que dispone de nuestra fuerza de trabajo para exprimirnos y obtener ganancias a costa nuestra, pero nos vemos forzados a aprender los procesos en los que trabajamos, a discutir con nuestros iguales, a involucrarnos en conflictos que pueden llegar a callejones sin salida.»

Si el comunismo no trae bajo el brazo el fin del conflicto humano, y peor aún, agrega una nueva fuente de infelicidad, sigue siendo deseable porque elimina la explotación salvaje del sistema actual y porque, con su nuevo pacto social, es capaz de canalizar mejor las pulsiones humanas de manera que generen menos sufrimiento. Dice Eagleton:

«Seguirían existiendo la envidia, la agresividad, la dominación, el carácter posesivo y la competitividad. Lo que sucede es que ya no podrían asumir las formas que asumen bajo el capitalismo, y no porque la virtud humana sería superior en ese caso, sino porque habrían cambiado las instituciones (…) La virtud, por así decirlo, está incorporada a los procedimientos (…) No habríamos de transmutarnos en ángeles así porque sí. Pero sí se habrían suprimido algunas de las raíces causales de nuestras deficiencias morales. En la medida en que eso es así, resulta en el fondo razonable afirmar que una sociedad comunista tendería en general a producir mejores seres humanos que los que podemos reunir en este momento. Eso sí, seguirían siendo falibles, proclives al conflicto y, en ocasiones, brutales y malvados.»

Esta idea de la virtud incorporada a los procedimientos se conecta con el pasaje profundamente materialista de Freud que cité en mi post anterior, donde dice que, para contener la agresividad humana, es «indudable que un cambio real en las relaciones de los seres humanos con la propiedad aportaría aquí más socorro que cualquier mandamiento ético». Aunque recordemos que Freud alerta, también, sobre el «desconocimiento idealista de la naturaleza humana» que percibe en los socialistas cuando soslayan otras fuentes de conflicto y violencia, como la sexualidad o las diferencias de poder e influencia.

Por eso, creo que este capítulo (así como otros) del ensayo de Eagleton puede leerse no solo como una respuesta a hombres de paja construidos de mala fe por anticomunistas poco honestos, sino también como un llamado de atención a la propia militancia de izquierda para no caer en posiciones peligrosamente simplistas.

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El sueño de los hoteles

Hotel San Carlos, en Nueva Orleans. Fuente: Wikimedia Commons.

Una manera de leer los Viajes por Europa, África i América, de Sarmiento, es como la travesía de un hombre sudamericano para absorber la esencia del capitalismo. Tres años y tres continentes dedica a esa tarea. Él espera encontrar en Europa las claves del mundo futuro, pero se desilusiona al ver su cara menos amable: la desigualdad y la miseria. En cambio, en Estados Unidos encuentra algo inesperado, algo que ni siquiera imaginó:

«Salgo de los Estados Unidos, mi estimado amigo, en aquel estado de excitación que causa el espectáculo de un drama nuevo (…)».

Se desorienta ante lo que ve. No sabe cómo nombrarlo:

«Los Estados Unidos son una cosa sin modelo anterior, una especie de disparate que choca a la primera vista (…) i no obstante este disparate inconcebible es grande i noble».

¿En qué consiste este disparate? En un progreso material acelerado sin ningún antecedente en la historia. Pero Sarmiento se da cuenta de que ese avance material implica algo más. Produce como efecto una nueva lógica, nuevos valores, nuevas formas de pensar:

«De manera que para aprender a contemplarlo, es preciso antes educar el juicio propio (…) no sin riesgo de, vencida la primera estrañeza, apasionarse por él, hallarlo bello, i proclamar un nuevo criterio de las cosas humanas.»

En Estados Unidos, la prosperidad es infinita. Cada día parten en todas direcciones convoyes para fundar una, diez, cien ciudades:

«(…) i una Babel se levanta en un año, en medio de los bosques (…) Ábrense en tanto caminos de comunicación; el diario del lugar da cuenta de los progresos de la sociedad, la agricultura comienza, álzanse los templos, los hoteles, los muelles i los bancos; puéblase de naves el puerto, i la ciudad empieza en efecto a estender sus relaciones i a hacer sentir la urjencia de ligarse por caminos de hierro o canales a los otros grandes centros de actividad.»

Como Sarmiento carece todavía del imaginario inherente al capitalismo, es decir, de ese «nuevo criterio de las cosas humanas», cuando quiere describir las maravillas que encuentra, lo hace siempre por comparación con los mitos bíblicos, como vimos recién cuando menciona las Babeles, o con la grandiosidad clásica. Por ejemplo:

«Nueva York es la capital del más rico de los Estados americanos. Su municipalidad sería por su magnificencia comparable solo al Senado romano, si no fuese ella misma compuesta de un Senado i una Cámara de Diputados que lejislan sobre el bien de medio millón de ciudadanos. Solo la de Roma le ha precedido en la construcción de jigantescas obras de utilidad pública, si bien de los restos de los famosos acueductos que traían el agua a la ciudad eterna, ninguno ha vencido dificultades tan grandes, ni empleado medios más adelantados.»

La comparación de Estados Unidos con la grandeza de Roma, como representación disponible, es constante:

«Oh Reyes de la tierra, que habéis insultado por tantos siglos a la especie humana, que habéis puesto el pié de vuestros esbirros sobre los progresos de la razón i del sentimiento político de los pueblos revolucionados; dentro de veinte años, el nombre de la República norteamericana será para vosotros como el de Roma para los reyes bárbaros.»

Más allá de la justeza de la predicción, lo que me interesa es que, todavía a mediados del siglo XIX, la antigüedad clásica seguía siendo la medida de los logros civilizatorios. Quien viajaba a Roma se encontraba con una ciudad pequeña y pobre, rodeada de ruinas colosales de una grandeza perdida que quizás algún día se pudiera recuperar. Dos siglos después de los viajes de Sarmiento, las comparaciones con la antigüedad no tienen cabida. Hoy hay cientos de ciudades más grandes que Roma. El capitalismo no tiene un referente externo con el que compararse; solamente se compara consigo mismo, en una trayectoria imparable hacia adelante. Registra su marcha y se proyecta hacia el futuro.


Astor House, en Nueva York. Fuente: Wikimedia Commons.

De todas las cosas que encuentra Sarmiento en Estados Unidos, una de las que más le asombra son los hoteles. Edificios más grandes que las catedrales cristianas, construidos en un eclecticismo extravagante, capaces de albergar miles de personas por módicas sumas, en los que la vivienda, el entretenimiento, la vida social y la alimentación están gestionados de la forma más eficiente.

En los hoteles, Sarmiento ve la realización más acabada de los falansterios soñados por Fourier. No es que Sarmiento sea un seguidor de Fourier: su estilo profético le causa risa y sus ideas de liberación sexual, abominación. Tampoco Sarmiento cree en el socialismo; por el contrario, es un ferviente partidario de la propiedad privada y del cercamiento de campos. Pero reconoce la justeza de las críticas de Fourier al capitalismo realmente existente y, sobre todo, cree que sus propuestas, convenientemente adaptadas, pueden aportar eficiencia, racionalidad y hasta cierta igualdad a la sociedad moderna:

«Dejemos a un lado su apocalipsis i sus doctrinas antimorales pues que son la negación de la moral humana. Pero su idea práctica de reunir una villa en una sola familia bajo un techo i un hogar común, como los grandes hoteles que con tanta ventaja esplota hoi la industria; criar los niños, en una sola sala de asilo; educarlos en un colejio común; asociar el trabajo personal, el talento i el capital, en una grande esplotacion, i asegurar a cada uno, sin hacer comunes los bienes, su parte de provechos que hoi solo recoje el rico; responder de la subsistencia del anciano inválido, i cuidar de la mujer desvalida; hacer en una palabra que cada uno tenga su proporcionada parte de felicidad, sin que a unos toque como hasta hoi la opulencia i los goces, mientras que al mayor número solo caben en suerte veinte horas de trabajo, i con ellas la desnudez, la ignorancia i los vicios; conseguir todo esto o algo de ello, merece sin duda la pena de que se haga como cosa perdida el ensayo de un falansterio, para ver hasta dónde el loco era cuerdo, esperimentado el visionario, e inspirado el profeta.»

Casi un año después de escribir lo anterior, Sarmiento encuentra que en Estados Unidos, gracias a la iniciativa floreciente de cientos de empresarios, sin la influencia de Fourier, «siguiendo la simple impulsión de la conveniencia», algo parecido a los falansterios está tomando forma:

«Cada gran ciudad de los Estados Unidos se envanece de poseer dos o tres hoteles monstruos, que luchan entre sí en lujo i comfort, menudeado al pueblo a precios ínfimos. El Astor Hotel en Nueva York es una soberbia construcción en granito que ocupa con su mole un costado de la plaza de Washington; i en ninguno de los templos que abundan en aquella ciudad se han invertido mayores sumas.»

Los hoteles no son solo espacios para turistas. Demuestran ser también instrumentos para el bienestar de la clase trabajadora. Lo comprueba en Lowell, una ciudad industrial de los alrededores de Boston. Allí, según Sarmiento, queda desmentida la ley de la polarización creciente de las clases sociales bajo el capitalismo:

«Dícese que las fábricas aumentan el capital en razón de la miseria popular que producen. Lowell es un desmentido a esta teoría.»

En Lowell, los salarios son altos, los empresarios obtienen ganancias jugosas y los precios de los productos fabricados son competitivos con los de Inglaterra, donde los obreros se mueren de hambre. ¿Cómo lo consiguen? Aumentando la productividad mediante la educación de obreros y obreras. Y para esto, además de las escuelas, el hotel cumple un papel fundamental:

«Para obtener estos resultados hai en Lowell hoteles cómodos i espaciosos que dan de comer i alojamiento económicos a los obreros, disponiendo de bibliotecas, diarios i aun pianos para las niñas que saben su poco de música.»

Los hoteles, por lo tanto, son una pieza clave para la prosperidad de las naciones:

«Los pueblos estacionarios, como la España i sus derivados, no necesitan hotel, bástales el hogar doméstico; en los pueblos activos, con vida actual, con porvenir, el hotel estará mas arriba que toda otra construcción pública.»

Y si son claves es porque organizan de forma racional y a escala mayor la reproducción social. La arquitectura, los servicios y las reglas de convivencia están cuidadosamente dispuestos para satisfacer las necesidades de los habitantes del hotel a un costo menor que la vivienda familiar, «proporcionándoles comodidades que no puede obtener la familia aislada en el hogar doméstico». La administración del hotel tiene cuidadosamente registrados a los huéspedes y es responsable por su bienestar. Para ello, tiene a disposición información completa sobre el transporte, las comunicaciones, el comercio y la vida cultural de la ciudad. También ofrece materiales de lectura, espacios de sociabilidad y de entretenimiento tanto a hombres como a mujeres. La limpieza y la alimentación están organizados de forma industrial. Las comidas tienen horarios y normas estrictas y ocurren en grandes salones donde se proveen alimentos abundantes a la multitud reunida. Las reglas minuciosas del hotel contrastan, sin embargo, con el desorden, o mejor dicho, el caos creativo, que se despliega en los espacios comunes, y que es el resultado de la escala gigantesca del hotel y del entrecruzamiento de personas diversas. Son dos caras de un mismo proceso: mientras el entrecruzamiento de clases desafía las antiguas jerarquías y fomenta una cultura de la igualdad, la clase trabajadora está siendo, al mismo tiempo, educada para cumplir de la mejor manera su rol. De manera que el hotel no solo es más eficiente que el hogar para reproducir la vida, sino también para fundar una ideología.

La pregunta hoy, entonces, es por qué, dos siglos después de que Sarmiento viera a la organización de la vida en el hotel como el devenir lógico de la reproducción social en el capitalismo, esa predicción falló tan estrepitosamente y la vida se organizó en hogares familiares cada vez más pequeños. Una respuesta posible la da el propio Sarmiento: al mismo tiempo que en Estados Unidos se construyen los primeros grandes hoteles, también se generalizan las casas familiares que aspiran a satisfacer todas las comodidades. A pesar de su pequeña escala, menos eficiente, tienen la ventaja de fomentar una industria potencialmente infinita de útiles y aparatos para la comodidad hogareña, que florece en Estados Unidos como en ningún otro lugar. Otra razón se puede adivinar cuando Sarmiento menciona «la actividad i destreza de cincuenta o de cien domésticos», evidentemente asalariados, que se encargan de brindar los servicios y mantener el orden en el hotel, y más aún, cuando describe que entre los huéspedes hay mujeres asalariadas, desde hilanderas hasta maestras, a quienes las normas de convivencia brindan ciertas garantías contra abusos y malos tratos. El hogar familiar, a diferencia del hotel, tiene la ventaja, para el capital, de mantenerse en base al trabajo impago de las amas de casa.

Lo interesante de la fantasía de Sarmiento, en todo caso, no está en juzgar si sería mejor o peor vivir la vida en los hoteles, que él creyó que serían la base de la organización doméstica. Radica, más bien, en trasladarnos a un momento en el que estaba en juego la transformación completa del sistema social, incluso de las formas más básicas de sociabilidad. Y en recordarnos que, tarde o temprano, habrá un nuevo momento en el que se jueguen tareas semejantes.

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Una situación particular

Una de las cosas que llama la atención en la Historia de la Revolución Rusa, de Trotsky, es la insistencia de los bolcheviques durante 1917 en no llamar a la insurrección antes de tiempo. Sin disimular ni atenuar los objetivos revolucionarios, condenaban las aventuras alocadas, hacían todo lo posible por evitar las provocaciones y contenían el estallido de las masas a la espera de que las condiciones permitieran la toma del poder.

Esas condiciones finalmente resultaron de la combinación de una guerra interminable que dejó a Rusia en la ruina, una organización obrera cada vez más fuerte y una lucha feroz entre los campesinos pobres y los propietarios rurales.

Pero hay algo más que requiere toda revolución: la fuerza militar.

«Es indudable —escribe Trotsky en el capítulo VII— que, al llegar a una determinada fase, el destino de toda revolución se resuelve por el cambio operado en la moral del ejército. Las masas populares inermes, o poco menos, no podrían arrancar el triunfo si hubiesen de luchar contra una fuerza militar numerosa, disciplinada, bien armada y diestramente dirigida.»

Encontramos acá el reconocimiento explícito de que ningún régimen burgués puede ceder el poder pacíficamente a la clase trabajadora. Buena parte de la Historia de la Revolución Rusa es el recuento de los infinitos obstáculos, ardides y batallas que opone la burguesía rusa en su lucha a muerte por permanecer en el poder. La cuestión militar, hoy poco abordada por los movimientos y partidos de izquierda, es central no solo para los rusos sino que también está presente, sin ir más lejos, en Engels.

La insurrección de un movimiento de masas desarmado frente a un ejército disciplinado lleva inevitablemente a un baño de sangre. Sin embargo, Trotsky postula una salida:

«Pero toda profunda crisis nacional repercute, por fuerza, en grado mayor o menor, en el ejército; de este modo, a la par con las condiciones de una revolución realmente popular, se prepara asimismo la posibilidad —no la garantía, naturalmente— de su triunfo.»

En este punto es necesario plantear una salvedad. Las condiciones en la Rusia de la Primera Guerra Mundial facilitaban que la crisis económica y la agitación de masas incidieran decisivamente en el ánimo de los soldados porque estos habían sido reclutados de manera forzada y estaban hartos de la guerra. La situación de las fuerzas armadas hoy en la mayor parte del mundo es muy distinta: los militares, así como los policías, ingresan por voluntad propia y son profesionales. Es decir que se ponen al servicio del poder con plena conciencia.

Pero más allá de lo anterior, el núcleo de lo que me interesa de este pasaje de Trotsky es la situación especial en la que se ve el soldado conscripto en el momento de la revolución:

«[E]l ejército no se pasa nunca al lado de los revolucionarios por propio impulso, ni por obra de la agitación exclusivamente. El ejército es un conglomerado, y sus elementos antagónicos están atados por el terror de la disciplina. Aun en vísperas de la hora decisiva, los soldados revolucionarios ignoran la fuerza que representan y su posible influencia en la lucha.»

Se revela así uno de los propósitos principales de la disciplina, que consiste en impedir que los reclutas conozcan los deseos y el estado de espíritu de los compañeros:

«Los soldados revolucionarios, los simpatizantes, los vacilantes, los hostiles, permanecen ligados por una disciplina impuesta, cuyos hilos se hallan concentrados, hasta el último momento, en manos de la oficialidad. En los cuarteles sigue pasándose revista diariamente a los soldados y se les cuenta, como siempre, por orden de las filas ‘primera y segunda’; pero no, pues sería imposible, por orden de filas ‘revoltosas’ y ‘adictas’.»

Dado que toda desviación está atada a un castigo implacable, es necesario, e incluso vital, suponer, intuir, adivinar lo que piensan los compañeros. Cualquier paso en falso puede significar la muerte. La situación de la población civil es, en este sentido, menos dramática:

«[Las masas populares] tienen posibilidades incomparablemente mayores de someter a prueba la homogeneidad de sus filas en el proceso de preparación de la batalla decisiva. Las huelgas, los mítines, las manifestaciones, tienen tanto de actos de lucha como de medios para medir la intensidad de la misma.»

En cambio, los soldados tienen una sola oportunidad. Por eso, para dar el salto decisivo, tienen que estar seguros de ganar:

«[L]os soldados, en su gran mayoría, se sienten tanto más capaces de desenvainar sus bayonetas y de ponerse con ellas al lado del pueblo, cuanto más persuadidos están de que los sublevados lo son efectivamente, de que no se trata de un simple simulacro, después del cual habrán de volver al cuartel y responder de los hechos, de que es efectivamente la lucha en que se juega el todo por el todo, de que el pueblo puede triunfar si se unen a él y de que su triunfo no sólo garantizará la impunidad, sino que mejorará la situación de todos.»

Así, estos seres grises que recibieron las armas contra su voluntad, que sufren en sus cuerpos el terror embrutecedor de la guerra y la arbitrariedad de la disciplina, se convierten, en la víspera de la revolución, en personajes trágicos que buscan, a ciegas, el sentido de justicia en las proclamas de los agitadores, el destello en las caras secas de sus camaradas en armas, la señal en el aire que confirme que el momento llegó. Todas las miradas, todos los anhelos del pueblo están puestos en ellos. Y recordados fueron siempre quienes tuvieron el honor de apuntar primero en la otra dirección.

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Colección de insultos a Alberdi en Las ciento y una de Sarmiento

«Allá el cañón, Alberdi, aquí la pluma; allá la pólvora, aquí la tinta. ¡Combatamos como argentinos!», dice Sarmiento famosamente en Las ciento y una para justificar su escritura de guerra. Como un compadrito, deplora la precaución que toma Alberdi al cuidar los modales en la polémica que ambos mantienen en 1853 sobre Urquiza, el rol de los intelectuales y el futuro de la Argentina. Pueden leer más sobre la estrategia polémica de Sarmiento en este ensayo notable de Julio Schvartzman.

Desde hace tiempo tengo ganas de continuar la investigación que Borges inició en su «Arte de injuriar». Recopilar ejemplos, ordenar y sistematizar vituperios es un paso necesario para esa tarea.

Lo que les traigo hoy persigue este objetivo. Se trata de una recopilación de los insultos que Sarmiento le dedica a Alberdi en Las ciento y una, y una muestra de cómo cobran vida en algunos párrafos. Puede leerse como el mapa de una constelación posible de la injuria, entre muchas otras, o como una forma de medir la imaginación de Sarmiento para el agravio.

En primer lugar, copio una lista no del todo ordenada de insultos. Algunos se repiten con abundancia, y es en su propia repetición y en las sutiles variaciones donde adquieren su carácter ultrajante. Pero vamos, ahora sí, a la lista:

doctor
doctorcito
ciencia andando
abogado
abogadillo
abogado con el derecho incuestionable de fugarse de una plaza sitiada
abogado-periodista
periodista-abogado
periodista
periodista-diplomático
periodista de alquiler
escritor de periodiquines
charlatán
charlatán mal criado
sofista
insolente deslenguado
truchimán
tuno
tunante
alma muerta
reo
hipócrita
perro de todas las bodas
perro
pillo
pillito
camaleón
ratoncito
farsante
falsificador
traficante
embaucador
hábil ladrón
veleta que tiene una conciencia de las cosas para cada día
saltimbanqui (muy serio, es verdad; pero saltimbanqui)
mentiroso por hábito
tonto estúpido, que no sabe medirse en las mentiras, que no sospecha que causa náuseas
gazmoño
majadero
necio
botarate
botarate insignificante
esponja de limpiar muebles
compositor de minuetes
templador de pianos
saca-callos sublime
raquítico
jorobado de la civilización
escuálido
gorgojito
alma y cara de conejo
enclenque
enfermizo
entecado
eunuco
perverso
magnetizador
alucinador
Roberto Macaire de las letras
rico avariento
homme entretenue
mujer
vieja solterona a caza de maridos
desertor
despensero
mayordomo
miserable
gato

Los núcleos que se pueden identificar son, como siempre en estos casos, poco sofisticados: la descalificación profesional, la acusación de farsante e hipócrita, de intelectual vendido, de insignificante, de miedoso y débil.

La misoginia no falta. Para señalar la debilidad de Alberdi, le dice que tiene voz de mujer; para acusarlo de que pone su opinión al servicio de quien le pague, le inventa el término «homme entretenue» por asociación con femme entretenue (eufemismo de prostituta); para reprocharle que desvía el tema principal de la discusión, le censura las «paparruchas de vieja solterona a caza de maridos».

Más allá de los insultos directos, también habla de «las salpicaduras de su baba atrabiliaria», se refiere a las cartas quillotanas como «su libreto de ópera» (burlándose, al mismo tiempo, de la pasada profesión de músico de Alberdi), le reprocha su «letra infernal, ininteligible» que atribuye a la mala educación y al egoísmo, se burla de «sus disposiciones innatas a la superchería», o le dice que anda «alquilando de la manera más cínica su conciencia, su opinión, sus sentimientos».

La glorificación sarcástica sirve para atacar el lugar de intelectual que Alberdi reclama para sí: «El SABIO Alberdi, el HONESTO Alberdi, el millonario Alberdi, el CIRCUNSPECTO Alberdi, el LEAL Alberdi, el ABOGADO (eminente, se entiende) Alberdi.»

A veces, en cambio, apela a acusaciones directas, llanas: «Usted, como todos, me cree honrado. No lo creo así yo a usted (hablo en política); no lo creen una gran parte de sus compatriotas y no se cree usted tampoco, Alberdi.» Otro ejemplo: «Fui de los primeros que me presenté con mi rifle en el lugar del combate, por la misma razón que Alberdi se fugó de Montevideo, a saber: porque cada uno es dueño de su pellejo.»

Sarmiento busca reforzar la caracterización de desertor: «Cuando llegó la guerra a Montevideo, guerra que usted había provocado y defendido como periodista, fue usted el primero en fugarse» (…) «Pero por abogado o por enclenque que sea usted, no se deserta de la pasiva: no hay derecho para eso.»

Cuando el texto ya pasó por todos los lugares de la vituperación, el mismo nombre de Alberdi se transforma en insulto: «¡Qué Alberdi tan Alberdi!»

Si bien el trazo es siempre grueso, de vez en cuando queda lugar para la ironía y el divertimento. Por ejemplo: «Usted convendrá, sin duda, en que su Memoria de 1844 no es muy conocida en la República Argentina, acaso que es poco conocida, y, si se apura mucho, que no es conocida absolutamente.»

Sigamos viendo cómo cobran vida y se ponen en acción los escarnios. Seguramente uno de los párrafos más concentrados es este:

«¡Y no ha habido en Valparaíso un hombre de los que pertenecen a la multitud de frac que le saque los calzones a ese raquítico, jorobado de la civilización y le ponga polleras; pues el chiripá, que es lo que lucha con el frac, le sentaría mal a ese entecado que no sabe montar a caballo; abate por sus modales; saltimbanqui por sus pases magnéticos; mujer por la voz; conejo por el miedo; eunuco por sus aspiraciones políticas; federal-unitario, ecléctico-panteísta, periodista-abogado, conservador-demagogo, y enviado plenipotenciario de la República Argentina, la viril, la noble, la grande hasta en sus desaciertos!»

Otro: «¡Y dos meses de contradicción asidua, de retiro silencioso en lugares apartados, ha empleado Alberdi en urdir, para regalo de sus candorosos paniaguados, esta telaraña, humedecida con la baba de la envidia hipócrita, de la rabia astuta, de la codicia sórdida, de la ambición rastrera! ¡Alberdi, Alberdi!»

La exclamación final recuerda al «¡Rosas! ¡Rosas!» del Facundo.

Las exclamaciones retóricas se repiten. En otro lugar, son usadas para darle a Las ciento y una la eficacia de una condena:

«La hora de la justicia ha llegado. ¡Reo Alberdi! ¡Periodista Alberdi! ¡Abogado-periodista! de rodillas, pour, étant à genoux, être blâmé, y oír la lectura de su condenación.»

Vale la pena incluir un par de pasajes sobre la corrupción intelectual de Alberdi:

«Hay un hombre en la tierra que se compromete por un pacto a pedir a un gobierno que le ordene cómo deben su inteligencia propia, cómo su conciencia de lo justo y de lo injusto, cómo sus simpatías y su corazón, juzgar, creer, aficionarse, sentir en TODA cuestión.»

«Ha vendido usted no sólo renglones, que es mercadería noble: ha vendido usted su alma, su conciencia, su razón, sus simpatías, por plata, por poca plata, por poquísima plata, desde 1847 hasta 1849, en un contrato público de compraventa; doy tanto y recibo tanto; y doy en ideas, en pensamiento, en juicios, en simpatías escritas por la prensa, en el sentido que me las pidan.»

Y otro fragmento que busca explicar esta corrupción por su debilidad innata:

«Alberdi, hombre gastado por las contrariedades de la vida, de constitución enfermiza, lo que da a su espíritu ese egoísmo y frialdad que lleva a explotar la primera coyuntura que se le presenta a la mano, temeroso de que la vida se le escape y no haya tenido tiempo de saborearla.»

Llegado un momento de la polémica, Sarmiento se ensaña y parece divertido con el ensañamiento. La cuarta carta de Las ciento y una tiene como epígrafe «Sigue la danza», y peor todavía, más abajo, un segundo epígrafe: «Baila Alberdi», en lo que parece un desafío a seguir el duelo una vez que ambos están «metidos en el baile», pero que, si optamos por una interpretación más macabra, remite a hacer bailar a Alberdi como los federales hacían bailar la refalosa a sus enemigos.

Hay otros toques de ironía gruesa, como cuando, para descalificar una afirmación que hace Alberdi, le dice: «Excelente la broma, Alberdi», o cuando, para burlarse de la defensa que hace Alberdi de su desinterés por el dinero, le dice: «Vaya que es derrochador el mocito». Expresiones coloquiales de desprecio como esta aparecen varias veces, como cuando dice que «si Buenos Aires triunfa [la guerra], empleo y empleado [Alberdi] van a freír monos».

Para terminar, y volviendo al criterio que, como señalé al principio, justifica la tormenta de injurias, así es como Sarmiento entiende el asunto:

«Notará usted que hay diferencia entre este lenguaje brusco y de soldado, improvisado en el calor de la indignación, y las melifluas perífrasis, difamaciones oblicuas, que usted ha rumiado, estudiado, corregido y empapado en sutil e imperceptible ácido prúsico en sesenta días de recogimiento y meditación en Quillota.» (…) «Usted ha dicho, como abogado: diré de un hombre cuanto pueda dañarle en su honra como hombre público, escritor, militar, educacionista, a fin de inutilizarlo para hombre de estado; pero me pondré a cubierto de un juicio de imprenta y dejaré contento al lector con la sagacidad y tino del ataque. Yo me he dicho otra cosa: castigaré a un perverso; le probaré sus falsías, y responderé ante Dios y los hombres de mis faltas, que un hombre está obligado a dar cuenta de cada uno de sus actos.» (…) «Si la cosa le parece ilegal, puede usted llevarla ante los tribunales , con la ventaja que yo no soy abogado, y usted lo es.»

Un hombre en el exilio, sin miedo a la guerra y sin miedo a los tribunales, puede escribir lo que quiera. Y, si además es hábil con la palabra, puede usarla a su antojo para causar incluso dolor físico:

«Pero yo tengo muchas plumas en mi tintero. Téngola terrible, justiciera, para los malvados poderosos como Aldao, Quiroga, Rosas y otros; téngola encomiástica para los hombres honrados como Fúnes, Balmaceda, Lamas, Alsina, Paz y otros; téngola severa, lógica, circunspecta para discutir con Bello, Piñero, Carril y otros; téngola burlona para los tontos; pero para los que a sabiendas disfrazan la verdad, para los sofistas, para los hipócritas, no tengo pluma: tengo un LÁTIGO, y uso de él sin piedad, porque para ellos no hay otro freno que el dolor, pues que vergüenza no tienen cuando apelan a esos medios de dañar.»

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Racismo y educación pública en Sarmiento

Dos bases había sospechado para la regeneración de mi patria: la educación de los actuales habitantes, para sacarlos de la degradación moral y de raza en que han caído, y la incorporación a la sociedad actual de nuevas razas. Educación popular e inmigración.

Esta frase, de Las ciento y una, es clave porque articula de manera sintética dos temas que suelen escindirse en las lecturas de Sarmiento.

Sabemos que Sarmiento es una figura incómoda. Elías Palti, en una clase de este año, describió esta incomodidad como la necesidad de mucha gente de decidir si Sarmiento era un tipo bueno o un tipo malo. ¿Es bueno por su obra en favor de la educación pública y universal, por su proyecto monumental de bibliotecas populares, por sus ideas de democracia? ¿O es malo por su racismo, por su desprecio a los pueblos indígenas, a los campesinos, a las clases populares, y en general a todo lo que no viniera de Estados Unidos o Europa? Disyuntiva que, cuando no se resuelve en apologías o denostaciones, se trata de resolver apelando a que, en realidad, Sarmiento era un tipo contradictorio, «un poco bueno y un poco malo», «a veces bueno y a veces malo», «con cosas buenas y cosas malas», siguiendo la caracterización que presenta Palti de historiadores como Felipe Pigna.

Palti hace esta puntualización para aclarar que su interés está en otro lado, en aspectos más sustanciales de la obra de Sarmiento. A mí lo que me interesa ahora es quedarme en ese dilema y abordarlo a la luz de la cita que copié de Las ciento y una. Esa cita concentra ideas que Sarmiento repite y elabora una y otra vez con asombrosa consistencia: que la educación pública, así como las bibliotecas populares, son un medio para combatir la cultura de las razas que él considera bárbaras e inferiores.

Darío Roldán habla de la «utopía pedagógica» por la magnitud del proyecto, que consistía ni más ni menos que en transformar la identidad de una nación. ¿Cómo? Haciendo a la gente entrar en la escuela para sacarla unos años después de un modo diferente del que era. Para crear nuevas condiciones sociales y culturales, es necesaria la educación pública, son necesarias las bibliotecas.

Dice Roldán: «La escuela tiene un propósito cultural: producir la adaptación de la sociedad al modelo político del posrosismo. Alfabetizar, pero sobre todo producir una transformación cultural (…) La utopía pedagógica es la respuesta a la barbarie (…) La ambición de Sarmiento es la de reconstruir una sociedad y transformar sus tradiciones culturales para adaptarlas al régimen político que él encuentra deseable.»

En otras palabras (esto ya no lo dice Roldán), la educación universal y las bibliotecas son la continuación de la guerra, son lo que va a consolidar en el largo plazo la victoria militar, junto con la inmigración. El objetivo, de proporciones descomunales, es aniquilar la cultura de millones de personas que vivían en un territorio inmenso y reemplazarla por otra cultura. La aniquilación de una cultura entendida como cultura de la vagancia, de la violencia sanguinaria, de la suciedad, del desorden, del atraso, de la opresión, de la ignorancia, del hambre, de la superstición, de la tiranía, y el reemplazo por otra cultura del trabajo, de la violencia racional, de la limpieza, de la disciplina, del progreso, de la libertad, de la ilustración, de la abundancia, del pensamiento científico, de la república. Los valores de un capitalismo joven que maravillaron tanto a Sarmiento cuando visitó por primera vez Estados Unidos.

No hay contradicción entre racismo y educación universal. El proyecto de Sarmiento se deriva perfectamente de sus postulados. La coherencia interna, que en otros casos no es el lado fuerte de Sarmiento, en este caso es perfecta.

Una vez desplegada la lógica del proyecto, ver el «lado bueno» y el «lado malo» de Sarmiento, como una especie de Jekyll y Hyde criollo, es más revelador de nuestras propias limitaciones conceptuales, de nuestras propias mistificaciones, que de la bondad, maldad o contradicciones de Sarmiento. Es que su lado bueno y su lado malo son piezas coherentes de un mismo proyecto.

Por supuesto, esto no encaja si creemos que entre la educación universal y el desprecio por las clases populares hay un abismo, o si creemos que las bibliotecas populares no pueden ser parte de un mismo programa junto con el racismo y las guerras de aniquilación. El desafío que tenemos es precisamente pensar el problema que la coherencia de Sarmiento nos trae.

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Respuesta a las notas de Martín Kohan para el debate sobre el trabajo del escritor y el acceso a la cultura en Internet

Hace algunas semanas apareció de nuevo el debate sobre la circulación de libros en Internet. Un debate viejo y repetido, que cada tanto resurge fatalmente, sin aviso previo, en forma de escándalo viral. Es como si, cada cierto tiempo, una nueva camada de escritores pareciera horrorizarse al descubrir las prácticas culturales de acceso a la lectura en Internet.

Esta vez la chispa de la discordia se prendió en el grupo de Facebook Biblioteca Virtual, un grupo como el que hay miles, administrado por la poeta Selva Dipasquale, donde muchas personas comenzaron a compartir libros en formatos digitales para atender la necesidad de leer durante la pandemia de coronavirus.

El escándalo se desató cuando Gabriela Cabezón Cámara, que también pertenecía al grupo donde se compartían los libros, se encontró con que alguien compartió un libro de ella y no le gustó. No importó que fuera un libro que ya circulaba ampliamente en cientos de otros sitios web y grupos de Facebook. Cabezón, pedagógica, intentó instruir a sus lectores sobre cómo las regalías de la propiedad intelectual evitaron que tuviera que pedir limosna durante los cuatro meses en que sufrió una enfermedad. Enseguida se sumaron otros escritores a apoyarla. Selva Almada habló de piratería descarada, de caradurez. Cecilia Szperling dijo que compartir libros en PDF para leer es un robo, es garca, es rancio. La Unión Argentina de Escritoras y Escritores sacó un comunicado repudiando los hechos.

Por su parte, María Teresa Andruetto intentó bajar el tono llamando a sus colegas a asumirse también como lectores. Pablo Farrés hizo lo propio, tratando de contagiar una dosis de conciencia de clase en el gremio, aunque con poco éxito.

La novedad más reciente es la aparición de Martín Kohan en la escena. Kohan es un escritor e intelectual de izquierda, con formación marxista, de quien cabría esperar cierto nivel de argumentación en el debate sobre las condiciones materiales de producción y acceso a la literatura. Al fin y al cabo, haber leído a Walter Benjamin o pertenecer a una tradición de la literatura por la que pasaron Ricardo Piglia o Josefina Ludmer, parecería prometer una indagación más o menos profunda sobre el trabajo creativo. Pero no fue así.

En una nota publicada el 14 de mayo en la revista Transas, de la Universidad Nacional de San Martín, Kohan empieza preguntándose con sarcasmo por qué la gente tiene la expectativa de que se compartan y socialicen en Internet libros, canciones y otras obras de arte, y no, por ejemplo, una radiografía de tórax, un tratamiento de conducto o una sesión de psicoanálisis. Estas ansias colectivas de desmercantilización, aplicadas a un solo sector, le parecen sospechosas: «extraña socialización, que se aplica a un solo rubro». Pero hay, ya en este párrafo inicial del artículo, al menos dos errores. En primer lugar, ¿es uno solo el rubro expuesto a este tipo de socialización? Cualquier editor de diarios y revistas, cualquier jerarca de un canal de televisión, cualquier productor de videojuegos, cualquier gerente de una empresa de software podría entrar en el debate y afirmar que su rubro también está siendo perjudicado por el entusiasmo socializante y la alegría del intercambio en Internet, que no se detienen a preguntar si aquello que están compartiendo tiene derechos de propiedad intelectual. Por lo tanto, lo primero que debe quedar claro es que no, los escritores no son un grupo social único y desdichado al que la horda de internautas estaría ultrajando.

Y entonces, si no estamos ante un complot en masa para desvalijar escritores, ¿ante qué estamos? ¿Qué comparten todos los rubros que se sienten perjudicados? Este es el segundo error de Kohan, que no es capaz de ver la especificidad que comparten los rubros afectados en contraposición a los rubros no susceptibles al ánimo socializante. Lo que comparten los rubros desafortunados es el hecho de producir mercancías que pueden codificarse como información. Y la reproducción y circulación de información es justamente lo que Internet amplía y facilita. La circunstancia material de que millones de personas pueden compartir libros en PDF, canciones en MP3 o películas en MP4, de manera casi gratuita, casi instantánea y con bajas chances de ser atrapadas por la policía, es lo que genera ese entusiasmo que Kohan considera sospechoso. No hay nada oculto, es un fenómeno que puede entender cualquier persona que haya navegado por Internet, como también cualquiera puede entender que las radiografías de tórax, los tratamientos de conducto y las sesiones de psicoanálisis son otro tipo de mercancía. Si las sesiones de psicoanálisis fueran fácilmente empaquetables como información y no dependieran de una interacción vivencial inmediata; si para resolver los traumas infantiles fuera posible simplemente compartir y multiplicar sesiones psicoanalíticas en torrents, pasaría con ellas lo mismo que con los libros.

Más adelante, Kohan hace un elogio de la amabilidad de ciertos escritores que deciden regalar sus obras, pero advierte que esta amabilidad debería ser, en todo caso, una potestad individual de cada autor. Este argumento me recuerda a una conferencia a la que asistí en Montevideo, en 2013, en la que se discutía si debería existir una excepción al derecho de autor que permitiera la conversión y distribución de textos en formatos accesibles para personas con discapacidad. En aquella oportunidad, Alicia Guglielmo, presidenta de la Cámara Uruguaya del Libro, e Ignacio Martínez, escritor y editor uruguayo, argumentaron que tal excepción no era necesaria porque los escritores y los editores eran generosos y donaban sus obras a las personas con discapacidad. No hacía falta, por tanto, despojar a los autores, a través de una excepción, de su derecho de propiedad intelectual, lo que además era peligroso porque podría inaugurar una cultura de la desvalorización del trabajo autoral.

Pasando justamente al tema del valor, Kohan hace luego una crítica, que comparto, a quienes encomian la literatura como portadora intrínseca de altos valores espirituales o metafísicos: «es largamente sabido que con una espiritualización de esa índole no se hace sino encubrir la realidad de base de una explotación material». No puedo sino coincidir. Solo faltaría precisar quiénes son los que contribuyen con más vehemencia a esta visión espiritualizante de la autoría. Son las propias entidades de recaudación de derechos de autor y, muchas veces, los propios gremios de escritores, los que suelen repetir hasta el hartazgo la frase de Le Chapelier de que la propiedad intelectual es la más sagrada de las propiedades, porque es fruto del pensamiento. Con esa coartada, buscan extender los plazos de propiedad intelectual hasta la eternidad, así como evitar cualquier tipo de excepción que proteja el interés público.

Pero en relación con el tema del valor, lo más problemático del artículo de Kohan es que no hay una idea clara de lo que él entiende por valor. De nuevo, esto es algo especialmente problemático en alguien que viene de una tradición marxista. Kohan acusa a cierta categoría de personas para quienes, según él, «no hay en la literatura nada a así (sic) como un valor». ¿De qué tipo de valor está hablando acá Kohan? Parecería que habla del valor en un sentido económico, tal como lo define Marx (tiempo de trabajo socialmente necesario), o, quizás más específicamente, del valor de cambio, es decir la magnitud con la cual una mercancía se compara con otras en el mercado. Planteado en estos términos, es claro que afirmar que «la literatura tiene valor», o que «la literatura no tiene valor» no tiene sentido. Hay literatura que tiene valor, porque encarna tiempo de trabajo socialmente necesario que se realiza en el mercado, y hay literatura que no tiene valor (o tiene poco valor) porque, a pesar de encarnar tiempo de trabajo, este puede no ser socialmente necesario, o este tiempo de trabajo puede no realizarse por alguna otra razón en el mercado (por ejemplo, porque un cambio tecnológico permite a los lectores compartir los libros en Internet). Para ser claros, en el concepto de Marx de valor no hay ninguna connotación moral sobre el esfuerzo que hace una persona en una tarea, o sobre la importancia que esa tarea tiene en la sociedad. Hay personas que se rompen el lomo y no producen valor, como por ejemplo los trabajadores asalariados de las ramas comerciales y financieras. ¿Esto quiere decir que esos trabajadores asalariados son menos importantes? No. Y entonces, ¿por qué afirmar la obviedad de que los libros que se comparten en Internet no tienen valor de cambio es algo tan hiriente? ¿Por qué afirmar algo tan obvio, tan evidente, sería una trampa ideológica de la burguesía?

Unos párrafos más tarde Kohan llega al núcleo de su argumento, al introducir los términos «hurto» y «robo». Para él, pasarle un PDF a otra persona, o descargar un PDF para uno mismo, es robar. Admite que los escritores son explotados por las corporaciones editoriales, pero afirma que compartir cultura en Internet, leer gratis, es «hurta[rle] a los escritores incluso ese porcentaje menor que les está destinado». En este sentido critica la posición de Pablo Farrés, quien a partir de la parábola de una fábrica de chizitos, trata de mostrar que un escritor contratado por una empresa editorial no debería alinearse jamás con los intereses de la empresa que lo explota para perseguir a quienes «roban» las mercancías. Kohan contraargumenta desplazando el sentido de la afirmación de Farrés, y señala que el robo de mercadería en sí mismo no es una acción de lucha contra la explotación empresarial. ¡Pero es que Farrés nunca dijo que sí lo fuera! Farrés dijo que, en tanto él ya vendió su fuerza de trabajo, y en tanto él también necesita de la mercadería literaria, no sentirá ninguna culpa por «robar» él también la mercadería. ¿Es esto revolucionario? Está claro que no necesariamente, si no se enmarca dentro de un plan revolucionario. ¿Es esto moralmente condenable? Kohan no brinda ningún argumento que permita afirmarlo con seriedad.

Luego Kohan escribe que la parábola de Farrés flaquea si suponemos «que por cada chizito robado, el sueldo del trabajador que los produce se viera a su vez reducido». Afortunadamente, los trabajadores de la rama de los chizitos se organizaron de tal manera que pueden negociar que se les pague por hora de trabajo. Independientemente de si la empresa logra vender todos los chizitos, la mitad de los chizitos o ningún chizito, el trabajador cobra el sueldo. Sería universalmente repudiado que las empresas de chizitos trataran de hacer pasar a sus empleados por «socios» para pagarles migajas en las buenas épocas y compartir con ellos las pérdidas en las malas. Esto es precisamente lo que hacen las editoriales con los escritores. Recordemos cómo funcionan los contratos editoriales. Los escritores, por lo general, no están considerados empleados asalariados de las corporaciones editoriales. Son «socios» que reciben un porcentaje irrisorio por cada libro vendido, y, en el mejor de los casos, un adelanto sobre esas regalías. A cambio de ello, firman un contrato por el cual ceden todos sus derechos sobre la obra.*

Por supuesto que el trabajador de la fábrica de chizitos, si bien no pierde dinero por cada chizito robado, terminará perdiendo el empleo si los comercios donde se venden chizitos son saqueados cotidianamente. Pero, como escribe Farrés, ¿debería estar ese trabajador, por ese motivo, «atrapando ladrones de chizitos en el supermercado del barrio»?

Algunos, como Kohan, piensan que sí, y yo me pregunto si también piensan, por caso, que los trabajadores de las empresas de TV paga deberían denunciar a quienes captan señales con sus propias antenitas, o que los trabajadores de empresas energéticas deberían perseguir a las familias que montan sus propios paneles fotovoltaicos (y más aún a las que comparten los paneles con otras familias). ¿Es eso proteger los «magros derechos» de los trabajadores, como dice Kohan, o es una mera reacción paranoica frente a la incertidumbre a la que los someten sus explotadores? Reacción paranoica y conservadora, que la patronal ve con beneplácito porque le brinda un servicio de vigilancia y control social gratuito.

Sobre el final del artículo, Kohan toca otro punto importante. Previendo quizás posibles acusaciones dentro del campo de la izquierda, niega que él y el resto de los escritores que repudian el intercambio de PDFs estén defendiendo la propiedad privada. La justificación que da es que «un libro no es, en ningún sentido, propiedad del escritor; sino otra cosa muy distinta, y acaso opuesta: es el producto de su trabajo.» Y más adelante insiste: «El robo es robo de eso: se le roba al productor el producto de su trabajo».

Pero esta afirmación no tiene ningún sentido: en una sociedad mercantil, el producto del trabajo es por definición propiedad privada. La propiedad privada es la base de la producción de mercancías. El dueño de la mercancía libro, que es propiedad privada, puede ser el escritor, en el momento previo a que firma el contrato de cesión con la empresa editorial, o puede ser la empresa editorial, una vez que el contrato ya está firmado. No hay ninguna oposición, sino más bien identidad, entre propiedad privada y producto del trabajo. ¿Entonces qué quiere decir Kohan? Nada, simplemente quiere prevenirse de que sus compañeros de izquierda lo acusen de burgués. Y como si fuera poco, quiere transmitir, en base a frases sin sentido, la idea de que compartir lecturas se emparenta con explotar trabajadores. De hecho, llega a afirmarlo: «No le veo a ese proceder el carácter emancipatorio que se le quiere asignar. Me remite, por el contrario, y diré que con nitidez, a la fórmula de la explotación. Apropiarse del trabajo ajeno es incluso lo que la define.»

¿Qué dirá de sus estudiantes que en la Universidad de Buenos Aires tienen que apelar a grupos de Facebook como Biblioteca Virtual, o como muchos otros sitios donde solidariamente se comparten materiales, para conseguir los textos que deben leer en la carrera? ¿Sabe que durante años existió en su facultad una iniciativa llamada BiblioFyL, donde los estudiantes compartían como podían («robaban») la bibliografía de las materias? ¿Qué dirá de las personas con discapacidad que se organizan para copiar y compartir libros sin pedirle permiso para poder leerlos porque, aunque quisieran comprar la mercancía «producto de su trabajo», ninguna editorial está dispuesta a ponerla en el mercado en formatos accesibles? ¿Qué dirá de las traducciones no autorizadas que muchas veces son la única forma de acceder a la cultura en otros idiomas, nuevamente por falta de interés de las editoriales en publicar en mercados poco suculentos?

Y, por qué no preguntárnoslo, ¿qué dirá Martín Kohan de la práctica del préstamo bibliotecario, que también afecta el «producto de su trabajo» si suponemos que cada lectura que no pasa por el mercado es un robo? ¿O prestar un libro a 10 personas es algo respetable pero escanear un libro y mandar el PDF a 10 personas es un robo? ¿Sabe Kohan que en muchos países se le puso un canon al préstamo de libros en las bibliotecas por las mismas razones por las que él dice que el intercambio de libros en Internet es un robo? ¿Sabe Kohan (sí, lo sabe) que CADRA, entidad de la que él forma parte, estafó durante años a la Universidad de Buenos Aires a través de un contrato de cifras astronómicas por «derechos reprográficos», restándole recursos a la educación pública? Esa educación pública cuya actividad él defiende en muchas otras circunstancias, y con mucha honestidad, pero que cuando entra en tensión con los intereses de la industria editorial, puede para él quedar supeditada a los intereses de una entidad recaudadora.

«Qué placer se siente al entregar libremente textos a escuelas públicas, bibliotecas populares, lectores comunes que simplemente se interesan, espacios donde compartir por compartir», dice Kohan, y uno podría también agregar a personas con discapacidad. Pero eso sí, no vayan esas mismas escuelas públicas, esas mismas bibliotecas populares, esos mismos lectores comunes, algunos de los cuales tienen discapacidades que los fuerzan a leer únicamente libros digitalizados y convertidos a formatos accesibles, no vayan todos ellos a querer ejercer por sí mismos sus derechos de acceso a la lectura. ¿Para qué, si con la generosidad de Kohan y sus amigos todo se soluciona?

Sobre el final de su artículo, Kohan, ya desatado, remata diciendo que todos los que acceden a la cultura en PDFs (o sea, todo el mundo) o la comparten con otros (o sea, de nuevo, todo el mundo) «gustan meramente de esquilmar», se «chorean» el trabajo de otros e, invocando motivos libertarios, despliegan sus pasiones burguesas. ¿Será acaso que todos, hasta los más proletarios, nos damos el lujo cada tanto de satisfacer nuestras pretensiones burguesas de acceder a la cultura? ¿O será que Martín Kohan no entendió nada de las condiciones materiales de producción de su tiempo y de su profesión?

* En un artículo esclarecedor sobre el funcionamiento de las cesiones de derechos, la gente del proyecto editorial sin fines de lucro Traficantes de Sueños explica los abusos a los que son sometidos los escritores en los contratos editoriales, y de paso, señala que es perfectamente posible pagar adelantos y porcentajes sobre ventas al mismo tiempo que los autores conservan sus derechos y el libro está disponible en Internet.

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Una selección de exclamaciones en el Facundo de Sarmiento

La exaltación, la hipérbole, la antítesis, son las marcas de Sarmiento a lo largo de toda su obra. A modo de experimento, me propuse volver al Facundo y leer únicamente las frases y párrafos que están entre signos de exclamación. Los recopilé, excluí aquellos que pierden eficacia fuera de su contexto, y llegué al resultado que pueden ver en este post: un Sarmiento concentrado y aumentado, un bestiario de sus recursos más salvajes. Que lo disfruten:

«¡Sombra terrible de Facundo, voy a evocarte, para que, sacudiendo el ensangrentado polvo que cubre tus cenizas, te levantes a explicarnos la vida secreta y las convulsiones internas que desgarran las entrañas de un noble pueblo! Tú posees el secreto: ¡revélanoslo!»

«¡las dificultades se vencen, las contradicciones se acaban a fuerza de contradecirlas!»

«¡Sería bueno proponerle a la Inglaterra, por ver, no más, cuántas varas de lienzo y cuántas piezas de muselina daría por poseer estas llanuras de Buenos Aires!»

«¡Ay del pueblo que no tiene fe en sí mismo! ¡Para ése no se han hecho las grandes cosas!»

«¡La soledad, el peligro, el salvaje, la muerte!»

«¡No es posible mantener la tranquilidad de espíritu necesaria para investigar la verdad histórica cuando se tropieza, a cada paso, con la idea de que ha podido engañarse a la América y a la Europa, tanto tiempo, con un sistema de asesinatos y crueldades, tolerables tan sólo en Ashanty y Dahomai, en el interior de África!»

«¡Otra emigración ha salido, para no volver, en 1840!»

«¡Los miserables aldeanos que hoy deshonran la Sala de Representantes de San Juan —en cuyo recinto se oyeron oraciones tan elocuentes y pensamientos tan elevados—, que sacudan el polvo de las actas de aquellos tiempos y huyan avergonzados de estar profanando con sus diatribas aquel augusto santuario!»

«¡desgraciado el que entrase a competir con él!» [con Facundo]

«¡Cuántas páginas omito! ¡Cuántas iniquidades comprobadas, y de todos sabidas, callo!»

«¡Imbéciles!: ¿no veis que se está disciplinando la ciudad?… ¿No recordáis que Rosas decía a Quiroga que no era posible constituir la República porque no había costumbres? ¡Es que está acostumbrando a la ciudad a ser gobernada!: ¡él concluirá la obra, y en 1844 podrá presentar al mundo un pueblo que no tiene sino un pensamiento, una opinión, una voz, un entusiasmo sin límites por la persona y por la voluntad de Rosas! ¡Ahora sí que se puede constituir una República!»

«¡Ah!»

«¡El juego! Facundo tenía la rabia del juego, como otros la de los licores, como otros la del rapé.»

«¡La reacción acaudillada por Facundo y aprovechada por Rosas se simboliza en una cinta colorada, que dice: ¡terror, sangre, barbarie!» [El uso caótico de los signos de exclamación está en el original]

«¡Qué!»

«Si alguna señorita se olvidaba del moño colorado, la Policía le pegaba gratis uno en la cabeza ¡con brea derretida! ¡Así se ha conseguido uniformar la opinión! ¡Preguntad en toda la República Argentina si hay uno que no sostenga y crea ser federal…!»

«¡Y éste era el pueblo que rendía a once mil ingleses en las calles y mandaba, después, cinco ejércitos por el continente americano a caza de españoles!»

«¡No os riáis, pues, pueblos hispanoamericanos, al ver tanta degradación! ¡Mirad que sois españoles, y la Inquisición educó así a la España! Esta enfermedad la traemos en la sangre.»

«¡No!»

«¡qué podrá hacer Paz!»

«¡Nada!»

«¡Oh!»

«¡todo inútil!»

«¡Inútil!»

«¡Pobre general Paz! ¡Gloriaos en medio de vuestros repetidos contratiempos! ¡Con vos andan los penates de la República Argentina! Todavía el destino no ha decidido entre vos y Rosas, entre la ciudad y la pampa, entre la banda celeste y la cinta colorada. ¡Tenéis la única cualidad de espíritu que vence, al fin, la resistencia de la materia bruta, la que hizo el poder de los mártires! Tenéis fe. ¡Nunca habéis dudado! ¡La fe os salvará y en vos confía la civilización!»

«¡Quién sabe si la Providencia, que tiene en sus manos la suerte de los Estados, ha querido guardar este hombre [Paz], que tantas veces ha escapado a la destrucción, para volver a reconstruir la República, bajo el imperio de las leyes que permiten la libertad sin la licencia y que hacen inútil el terror y las violencias que los estúpidos necesitan para mandar!»

«¿Temía Quiroga? ¡Oh, sí, temía en este momento!»

«¡Pero, por Dios! ¡No asustéis nunca a los terroristas! ¡Ay de los pueblos desde que el conflicto pasa! ¡Entonces son las matanzas de septiembre y la exposición en el mercado de pirámides de cabezas humanas!»

«¡Gloria eterna del espíritu unitario, de ciudad y de civilización! ¡Mendoza, a su impulso, se ha anticipado a toda la América española, en la explotación en grande de esta rica industria! ¡Pedidle al espíritu de Facundo y de Rosas una sola gota de interés por el bien público, la dedicación a algún objeto de utilidad; torcedlo y exprimidlo, y sólo destilará sangre y crímenes!»

«¡Ah! ¡Cuántas glorias arrastradas así por el lodo! ¡Don Juan Manuel Rosas hacía matar del mismo modo y casi al mismo tiempo, en San Nicolás de los Arroyos, veintiocho oficiales, fuera de ciento y más que habían perecido oscuramente! ¡Chacabuco, Maipú, Junín, Ayacucho, Ituzaingó! ¡Por qué han sido tus laureles una maldición para todos los que los llevaron!»

«¡Rosas!, ¡Rosas!, ¡Rosas!, ¡me prosterno y humillo ante tu poderosa inteligencia! ¡Sois grande como el Plata, como los Andes! ¡Sólo tú has comprendido cuán despreciable es la especie humana, sus libertades, su ciencia y su orgullo! ¡Pisoteadla!; ¡que todos los gobiernos del mundo civilizado te acatarán, a medida que seas más insolente! ¡Pisoteadla!; ¡que no te faltarán perros fieles que, recogiendo el mendrugo que les tiras, vayan a derramar su sangre en los campos de batalla o a ostentar en el pecho vuestra marca colorada por todas las capitales americanas! ¡Pisoteadla!, ¡oh!, ¡sí: pisoteadla!…»

«¡Cuánto tiempo perdido desde 1825 hasta 1845! ¡Cuánto tiempo más aún, hasta que Dios sea servido ahogar el monstruo de la Pampa!»

«¡Un trapo colorado! A esto ha estado reducida la solicitud del Gobierno durante quince años; ésta es la única medida de administración nacional, el único punto de contacto entre el amo y el siervo: ¡marcar el ganado!»

«¡¡¡Barranca-Yaco!!!»

«¡Pobre Buenos Aires, tan candorosa, tan engreída con sus instituciones! ¡Un año más, y seréis tratada con más brutalidad de la que fue tratado el interior por Quiroga!»

«¡Caballos! ¡Caballos!»

«¡Caballos necesito!»

«¡Caballos!»

«¡Qué instructiva es la Historia! ¡Cómo se repite a cada rato!…»

«¡Bárbaro! ¡Es la ciudad, que trata de salvarse de no ser convertida en pampa, si abandona la educación que la liga al mundo civilizado!»

«¡Ah, corazones de piedra! ¡Nos preguntaréis todavía por qué combatimos!»

«¡Insensato! ¿Qué es lo que has hecho?»

«¡Qué Estado americano se ha visto condenado, como Rosas, a redactar, en tres idiomas, sus disculpas oficiales para responder a la prensa de todas las naciones, americanas y europeas, a un tiempo!»

«¡Cuántos resultados no van, pues, a cosechar esos pueblos argentinos desde el día, no remoto ya, en que la sangre derramada ahogue al tirano! ¡Cuántas lecciones! ¡Cuánta experiencia adquirida! ¡Nuestra educación política está consumada!»

«¡Mazorca!, ¡Rosas!»

«¡Cuántas veces este furibundo, que tantos millares de víctimas ha sacrificado inútilmente, se habrá mordido y ensangrentado los labios de cólera al recordar que lo ha tenido preso diez años y no lo ha muerto, a ese mismo manco boleado que hoy se prepara a castigar sus crímenes!»

«¡Proteja Dios tus armas, honrado general Paz! ¡Si salvas la República, nunca hubo gloria como la tuya! ¡Si sucumbes, ninguna maldición te seguirá a la tumba! ¡Los pueblos se asociarán a tu causa o deplorarán, más tarde, su ceguedad o su envilecimiento!»

Publicado por Jorgemet, 1 comentario