Qué difícil se me hace

Al principio está ese sentimiento que compartimos todos de que vivir en el mundo es un poquito más difícil de lo que nos imaginábamos. Hasta ahí nos sentimos, de alguna manera, hermanados (después de todo, quién va a salir a negar que la vida es un valle de lágrimas), pero el problema empieza cuando nos ponemos finos y empezamos a describir esa gran tragedia que, para el caso, es solamente un dato con el cual un minuto después vamos a construir nuestras visiones del mundo. Entonces resulta que por ejemplo Martín dice que lo más difícil, lo que más le cuesta, es aceptar las reglas de vivir en sociedad, armarse una vida completa y productiva y, por decirlo de alguna manera, madurar. Dice que si se dejara llevar por la inercia, terminaría indefenso y aniñado, o quejándose de todo sin hacer nada. Y entonces uno creería que todo su sufrimiento debe interpretarse como la dificultad para aceptar las cosas como son y hacerse grande.

Pero resulta que la interpretación mía es al revés. Le digo a Martín que siempre me costó más negarme a hacer lo que otros esperaban de mí que seguir derecho hacia adelante. Le digo que si hay algo verdaderamente difícil no es aprender a valerse por sí mismo en este mundo, sino más bien cuestionarlo y transformarlo, y también le digo que la inercia no es necesariamente desviación, que si nos dejáramos llevar por la inercia saldríamos personas más o menos adaptadas a este mundo, sea lo que sea que el mundo espera de nosotros. Acá es donde meto el discurso anarcocomunista de que es más fácil dejarse explotar que ser dueño de tu trabajo y cosas por el estilo. Del otro lado aparecen las respuestas de siempre: que el ser humano es hijo del rigor, que el pan hay que ganárselo con sudor, que la Revolución es una tontería.

Cuando nos queremos acordar, ya tenemos las dos visiones del mundo en todo su esplendor: la conservadora, la progresista. Pero un minuto antes teníamos algo mucho más básico, mucho más tonto, y es la pregunta de si en segundo grado de la escuela sufríamos más por hacer la tarea o por no haberla hecho.

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Copyleft es conciencia de clase.

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Humildad, política y la muerte de la privacidad

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Recién el otro día se me ocurrió, mientras pensaba en los tenebrosos asuntos de la comunicación online y la era del vacío y la muerte de la privacidad, que antes de decir o escribir algo, y sobre todo en esos momentos bastante frecuentes en que me agarra el ataque de comunicarme y/o de ser ingenioso, quizás es mejor parar un segundo, mirar la pared, esperar a que se pase el temblor compulsivo que me llama a la expresión, y evaluar, con la mayor objetividad posible, con el mayor esfuerzo de honestidad, cuánto de lo que estoy a punto de decir va a servir más para definirme a mí mismo, para que otros sepan algo de mí, y cuánto, por el contrario, va a servir para que haya un cambio en el mundo. Sé que es un asunto complicado, porque es cierto que todo lo que digo y hago transforma en alguna medida al mundo y al mismo tiempo me define. No hay forma de que las dos cosas no sucedan al mismo tiempo. Por eso, a la hora de hacer la evaluación, se trata de un asunto a veces sutil, a veces engañoso (por ejemplo, esto que estoy escribiendo, ¿habla más de mí o del mundo?), muchas veces imposible de resolver. Porque lo complicado es que no se resuelve tomando medidas concretas ni tampoco necesariamente con un cambio de actitud del estilo «tengo que ser menos vanidoso y pensar más en los otros». Se trata de una cuestión más estratégica, por decirlo de alguna manera. Se trata, por ejemplo, de encontrar los mecanismos para no hablar en el vacío, para llegar a conversar con quien quiero conversar. Se trata también de encontrar el tono adecuado para el discurso y el lugar adecuado para el tono. Se trata de no ser un kamikaze ni un gil, de hacer daño cuando quiero hacer daño, de esconder la frase cuando no sirve y poder largarla en el momento justo, si es que ese momento algún día llega.

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Una idea literaria sobre la naturaleza

Una idea literaria para un libro de poemas o algo por el estilo: escarbar en la frivolidad de nuestra relación con la naturaleza. No es que hablar de la alienación humana con respecto a la naturaleza sea algo especialmente novedoso, pero el énfasis en lo frívolo creo que sí puede serlo. De hecho, creo que en la frivolidad está (al menos parte de) la verdad.

Los tópicos literarios más tradicionales con respecto a la naturaleza son los peligros naturales y la debilidad de los seres humanos para hacerles frente, o, complementariamente, las hazañas en la lucha contra las catástrofes y las bestias.

Otro tópico tradicional, pero que sigue siendo muy utilizado, es la venganza o el castigo de la naturaleza ante el desafío de los seres humanos que no prestaron atención a sus armonías y/o a sus designios. Tópico bastante gastado por una buena parte del ecologismo, y que nos legó un menú amplio de apocalipsis para disfrutar.

Lo que propongo está más cerca de ciertos tópicos de ciencia ficción, ciertas distopías sociales en las que la colonización de la naturaleza avanzó tanto que las experiencias humanas (incluso las «naturales») no están mediadas por la tecnología, sino que directamente están producidas por dispositivos tecnológicos.

Mi idea, sin embargo, no va tan lejos. Lo que hago es pararme en el momento actual y representar la naturaleza como algo chiquito, domesticable, digno de ternura. El mar, las montañas, los bosques, todas cosas que ya no son misteriosas o inescrutables, sino solamente objetos para la diversión. El sol, la luna, las bestias, todas cosas que ya no son fuertes y temibles, sino que las podemos retar y disciplinar cuando se porten mal. Todas cosas que, en última instancia, son o van a ser sustituibles por algún medio tecnológico.

Llevado al absurdo, nada impide que el sonido de los pájaros sea sustituido por bocinas de autos. Nada impide que un bosque sea destruido y luego recreado artificialmente detalle por detalle. Nada impide que el mar sea domesticado como una pileta de natación.

Si bien estas imágenes son disparatadas, creo que dan cuenta de nuestra experiencia y de nuestras fantasías, las cuales por supuesto son producto del maldito sistema capitalista y la mercantilización absoluta de la realidad y todas esas cosas que ya sabemos. Pero como la idea es literaria (y no sociológica), lo importante acá es qué pasa por nuestras cabezas. De qué manera se dan cosas tales como que, incluso cuando algo no es del todo artificial, viene compartimentado de forma tal que produce el mismo efecto (hagan el ejercicio de visitar el bosque de arrayanes o el glaciar Perito Moreno, en Argentina, para sentir esta experiencia; van a notar que el glaciar ruge cada cierto intervalo de minutos, como si todo estuviera diseñado para que ningún visitante se vaya sin haber escuchado el rugido).

El interés de mi idea poética tampoco está en deconstruir esta alienación, en dar las claves para desalienarse o en mostrar cómo sería una relación «verdadera» con la naturaleza. Difícilmente podría hacer algo así, cuando yo mismo estoy alienado hasta el jopo. Jamás me sentí en sintonía con la naturaleza, siempre la viví como algo extraño. Las hormigas y las ramas con espinas me parecen aparatos mal diseñados para mi confort. Los bañados y los pajonales me resultan engendros suprimibles. Los caballos, chanchos, vacas, y en general todos los animales más allá de los perros y los gatos se me hacen inexplicables, sobre todo cuando tienen cuerpos tan distintos y ojos tan semejantes a los míos. Y los paisajes más lindos, esos por los que viajo miles de kilómetros, son especialmente los más decepcionantes, porque me remiten inmediatamente a revistas de peluquería.

El interés de la idea, como decía, no está en deconstruir la alienación sino en meterme en ella y escarbar adentro. Así como la locura habla mejor que ninguna otra cosa de los traumas y temores humanos, unos comportamientos tan poco sensatos tienen que hablar en algún punto de nuestras motivaciones, de nuestros deseos, de las formas rebuscadas en que el amor se expresa.

Después de todo, sigo preguntándome lo mismo que hace unos cuantos años cuando empecé este blog.

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Señores y no patrones

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Y si acá derrochaba un optimismo sentimental y exaltado anunciando que más pronto que tarde los medios de producción pasarían al pueblo y la injusticia moriría para siempre, ahora se me hace que no me faltaba un poco de ingenuidad y que mis deducciones eran, por así decirlo, un tanto infantiles, sobre todo cuando creo ver un poco más claro y me encuentro con que las nuevas formas de acumulación no están basadas en la propiedad de los medios de producción y la explotación de trabajo asalariado, sino en la lisa y llana obtención de rentas financieras, inmobiliarias y patentes por parte de una nueva clase compuesta ya no por burgueses sino por verdaderos señores, en una especie de neofeudalismo donde los flamantes siervos, sea cual sea nuestra actividad productiva y a pesar de contar con los medios de producción, tenemos que pagar tributo por existir.

Como dice Sandino (Núñez, no el de Nicaragua), estamos frente a «señores y no patrones«.

Y si es así, entonces, no nos podemos contentar con tener los medios de producción, sino que vamos a tener que pelear largo y duro contra los señores y arrancarles sus privilegios.

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Pensamiento de escritor

¡Mierda! Si nadie lo dice, lo voy a tener que decir yo.

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Soy adicto a Internet y, como no lo quiero admitir, hago crítica cultural

http://upload.wikimedia.org/wikipedia/commons/thumb/e/e6/Jonathan_Franzen_2011_Shankbone_2.JPG/220px-Jonathan_Franzen_2011_Shankbone_2.JPG

El otro día leí una nota que salió en todos los diarios de Internet donde Jonathan Franzen, un tipo que pertenece a lo que podría llamarse “escritores estadounidenses de prestigio”, hablaba de algo sobre lo que al parecer viene escribiendo en sus libros: el vacío de la época de Internet.

Franzen juntaba con muchísimo virtuosismo, en una sola entrevista, los prejuicios más arcaicos del verdulero de la esquina y los llevaba a un tono pretendidamente reflexivo e intelectual. Que Internet es un infierno consumista, que está lleno de basura, que los valores se perdieron con la fiebre exhibicionista de las redes sociales, que no queda lugar para la reflexión porque todo se dice en 140 caracteres, que Wikipedia está llena de errores, que la gente se acostumbró a tener todo ya y eso es malo para el espíritu, que los e-books son dañinos porque nos acostumbran a leer gratis, etcétera.

Franzen no es un viejo choto. Debe tener cuarenta y pico, cincuenta. Al parecer, no es de los que hablan sin saber manejar un mouse o de los que despotrican dictándole a su secretaria. Tampoco está claro hasta qué punto Franzen dijo lo que dijo o son frases sacadas de contexto por periodistas rancios. Lo cierto es que lo que acabó publicado es eso.

Busco una explicación y lo único que se me ocurre es que él, como tantos otros de su generación, aprendió a formarse una opinión viendo la tele y leyendo los diarios. Su crítica a Internet, entonces, es quizás una crítica a la idea que se hizo de Internet a través de los diarios y la tele, crítica que después es filtrada de nuevo por los mismos diarios y tele, a los que él les da entrevistas. Lo que queda al final son frases que pretenden hacerse pasar por crítica cultural, cuando lo que en verdad hacen es regalar la definición del nuevo contexto social a los intereses más rancios, al poder.

Aunque hago lo posible, me cuesta entender por qué esta gente mezquina e inútil, cuando encuentra un error en Wikipedia, no lo corrige en lugar de hacer comentarios venenosos, y tampoco entiendo por qué esta gente quedada y tramposa no puede ir más allá de Google, Amazon y Facebook para encontrarse con una multitud de sitios, redes y comunidades que generan infraestructuras y conocimiento para la economía social, y sigo sin entender por qué comprar mil quinientos libros de papel y meterlos en una biblioteca privada es menos consumista que bajárselos a todos gratis de Internet y compartirlos con otras personas, y mucho menos entiendo qué tiene de malo querer tener ya lo que es posible tener ya, todo lo cual me lleva a pensar que esta clase de personas (ya sean verduleros o escritores), lejos de hacer una crítica cultural de Internet, lo que quizás están haciendo es sacar afuera sus miedos y neurosis, que mal que les pese no tienen por qué ser los miedos y neurosis de los demás; al fin y al cabo, cuando dicen que todo lo que hay en Internet es basura, lo que parecen estar diciendo es que son ellos los que no saben o no quieren buscar, o cuando desprecian todo lo que significa Internet por el supuesto exhibicionismo irracional de algunos pendejos, lo que aflora es que a ellos mismos les fascina ese exhibicionismo y no pueden ver más allá. Quizás Franzen y otros tipos como él debieran admitir que tienen miedo a Internet, o que su relación con Internet es problemática, en lugar de repetir generalizaciones que hacen tanto daño. Solamente si admiten su relación problemática con Internet van a poder hacer una verdadera crítica cultural, van a poder decir algo que valga la pena. De lo contrario, van a seguir dando a entender que la realidad de antes (esa de la tele, de los diarios, de las editoriales) era mejor. Y puede que lo haya sido en algunos sentidos, pero de lo que estoy seguro es de que hoy sería espantoso volver atrás. Negarle posibilidades revolucionarias al espacio de Internet es decretar el fin de la Historia, es gritar “cerrá y vamos”. Reducir Internet a un mero instrumento del capital, a algo banal y estupidizante, y por tanto negar el esfuerzo que tanta gente hace desde acá por cambiar las relaciones de poder político y económico, es ponerle un candado a cualquier futuro deseable.

Y esto no significa que no tengamos que denunciar las tecnoutopías corporativas donde todo se puede comprar y vender, donde reina el control absoluto sobre los cuerpos y sobre los deseos. Se trata de otra cosa. La única actitud ética hoy es reconocer a Internet como un verdadero espacio social, tomarse en serio a los hiperconsumistas, hiperexhibicionistas e hiperboludos que la poblamos, deconstruir los discursos del poder sobre Internet (el de Franzen es uno de ellos) y propiciar, de todos los modos posibles, la revuelta.

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El precio de mi felicidad

Cuando algo es extremadamente barato, parecería que da vergüenza cobrar una cifra muy muy baja. La solución, por lo general, es que o bien la cosa se regala o bien se le aumenta el precio de manera desproporcionada para que cobrar deje de dar vergüenza. Entre estas cosas que se regalan o se hipercobran están el perejil, el agua caliente, el aire para las bicicletas. Se me hace que la salud de una sociedad puede medirse prestándole atención a qué conducta predomina con este asunto.

Una de las cosas que siempre me hizo sentir que habito un mundo bueno es la repetida confirmación de que si se me sale un cristal de los anteojos, puedo entrar a la primera óptica que encuentre y no solo me van a arreglar el problema en el momento sino que, cuando pregunte cuánto es, el óptico me va a responder que es «una atención».

Por eso, una de las cosas que todavía no termino de asimilar es que la bicicletería de mi barrio haya puesto un cartel grandote que dice que el aire cuesta 5 pesos cada rueda. También me cuesta admitir que donde vivo, el apio se haya convertido en un producto desquiciadamente caro: si una rama chica cuesta 10 pesos, el cálculo de cuánto puede llegar a costar un kilo hace que empiece a considerar la posibilidad de pasar todos mis ahorros a apio.

La pregunta que me hago es cuál es el límite o el momento en que, como seres racionales y morales, pasamos del regalo al robo. La respuesta seguramente sea muy trillada y tenga que ver con la fuerza (o debilidad) de los lazos comunitarios, la cultura que imponen los hipermercados, el mercantilismo, el individualismo y otra sarta de lugares comunes.

Pero más allá de lo vacías que pueden ser las respuestas, lo importante es que son estas cosas, y no tanto otras, las que determinan mi felicidad.

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Por qué la piratería de cultura es revolucionaria y la de software no

Porque la piratería de cultura sirve sencillamente para liberar arte y conocimiento. En cambio, la piratería de software no libera el código fuente. Es decir, no libera el conocimiento de cómo está hecho el programa. Lo que hace es únicamente liberar el acceso al producto final, lo cual no estaría mal si no fuera porque en el camino esto hace que aumente la dependencia con respecto a ese mismo software. Y esta dependencia se genera no solo porque nos acostumbramos a una determinada manera de interactuar con el software, sino también porque cuando usamos software privativo (aunque sea trucho), aportamos a un ecosistema hecho a la medida de las multinacionales. Cuando usamos un Word trucho, en principio nos parece que no le estamos pagando a Microsoft. Pero si lo miramos bien estamos contribuyendo, por ejemplo, a que el formato .doc sea el estándar de los documentos de texto. Y si el formato .doc es el estándar de los documentos de texto, vamos a estar pagando indirectamente a Microsoft cuando en las escuelas y en otras dependencias públicas compren los productos de Microsoft.

Por eso, mi humilde consejo es seguir truchando libros y pelis, pero no usar software trucho sino software libre.

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Malick

Terrence Malick: el Salinger del cine.

Sus dos primeras películas, obras maestras. Luego, veinte años sin filmar y un retorno con pire místico para cagarla.

El problema del pire místico no es el pire en sí. El problema es que antes del pire místico había un director que sabía filmar sus perplejidades sobre la relación entre los seres humanos y la naturaleza. Luego del pire místico, hay un delirante que cree que tiene todas las respuestas y que se enorgullece de transmitirnos su sabiduría.

Y su sabiduría, para colmo, no es otra cosa que la estupidez de entregarse sin condiciones a la gracia de Dios.

Salinger, al menos, dejó de escribir.

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