Sobre música y esclavitud

En sus diarios de viaje, Sarmiento narra la esclavitud (la esclavatura). Cuando llega a Río de Janeiro, después de haber partido de Valparaíso, cruzado por el Cabo de Hornos y visitado Montevideo, encuentra cuadrillas de esclavos trabajando en condiciones brutales por toda la ciudad. Como otros liberales de su época, escribe en contra del régimen esclavista. Lo considera un signo de barbarie, una muestra de decrepitud de la herencia despótica portuguesa.

Poco después nota algo que le llama la atención. Advierte que los esclavos tienen una relación vital con la música. Una mañana, entredormido, le llega una melodía lejana. Son los cantos de los esclavos africanos que llevan la carga, como «mulas humanas», bajo el comando de capataces que hacen sonar campanillas. Sarmiento deduce que el esclavo «canta para animarse con el compás de su voz; al oirla en coro con la de los que le preceden i le siguen, se siente hombre todavía i prevé que hai un término próximo a su fatiga, el muelle donde las naves cargan, i un fin lejano, la muerte que cura todos los dolores.»

Unos días más tarde, es testigo de otra escena. Un esclavo, bajo una carga inhumana, está a punto de desvanecerse. Cuando otro esclavo lo advierte, corre hasta él y le canta al oído. Entonces el que estaba exhausto responde al canto y empieza una conversación de melodías que se van acompasando hasta que el hombre que estaba vencido se recobra y sigue la marcha con vigor.

Sarmiento, como muchos otros antes y después, atribuye a la africanidad esta fuerza, este vínculo particular de los esclavos con la música:

(…) en los palmeros donde solo escuchamos nosotros murmullos del viento, distinguen los africanos cantos melodiosos, ritmos que se asemejan a los suyos.

Lo asocia con el clima tropical, con el ruido de la selva, que de alguna manera se metería en el cuerpo de los africanos:

Hai en la naturaleza tropical melodías inapercibibles para nuestros oidos, pero que conmueven las fibras de los aboríjenes.

Esta idea, que explica los caracteres culturales a partir de la raza o de la geografía, es la más visible en el libro y quizás la menos interesante.

Pero en el propio Sarmiento encontramos otra posible explicación, más fértil. Él observa que el canto no solo ocurre en las cuadrillas de carga, sino también en los remos:

Cuando los remeros esclavos han bogado dos horas i por sobre sus anchas espaldas corre a mares el sudor, i sus ojos hundidos brillan con luz taciturna, míranse entre sí, i prorrumpen en un canto con palabras intelijibles cual ensalmos dirijidos al fetiche. El golpe de los remos mide el compás, i algunos minutos después, el lijero esquife hiende las olas como arrebatado por una corriente irresistible.

Podríamos pensar también en otras escenas de canto: el fregar de las lavanderas en los arroyos, o el entrenamiento militar de los conscriptos. En toda situación donde el trabajo físico repetitivo demuele el cuerpo y quiebra la paciencia, aparece la música, que tiene una doble cara: por un lado, es lo que salva a la persona esclavizada de caer vencida, pero por otro lado es lo que, empleado utilitariamente, permite al explotador aumentar la producción de sus esclavos. Esto lo advierte Sarmiento así:

El entusiasmo es la calidad mas dominante en el negro i el amo avaro para escitarlo, hace que su recua cante, a fin de hacerla dar la última partícula de acción i de trabajo.

Los esclavos cantan para no morir trabajando, para soportar lo que no soportarían de otro modo. Pero los esclavos africanos en América no solo se vuelven esclavos al ser secuestrados y traficados, sino que, además, sus hijos nacen esclavos. Estos niños oyen desde la infancia el canto de los suyos. Aquello que para los mayores es el señuelo espiritual que les permite llegar al final del día, en los niños se vuelve parte de su temperamento. Lo que Sarmiento ve en estos jóvenes, entonces, es una predisposición a «sentir la música» como no la encuentra ni siquiera en los cantantes de ópera. Una manera de vibrar, como si las notas se metiesen en el organismo y moldearan la forma de los músculos y la elasticidad de los tendones.

No es de extrañar entonces que los mulatos, que también son hijos de esclavas, y que son criados en la misma música de sus hermanos esclavos, pero tienen más libertades para estudiar y ejercer una profesión, empiecen a destacarse en Brasil como artistas y músicos. Sarmiento, que es agudo al advertir el conflicto de clase, y que subraya el miedo de las elites blancas por la amenaza que representa el mulato de «vengar bien pronto las injurias hechas a su tostada madre», da sin embargo una explicación pobre de la preeminencia artística de la nueva clase. Interpreta que se trata del milagro de la fusión entre los genes musicales africanos y los genes europeos de la inteligencia. No puede ver que la cultura está moldeada por las condiciones históricas y materiales de la sociedad.

Pasa el tiempo, Sarmiento deja Río de Janeiro, cruza el Atlántico, atraviesa Francia y España. Cuando llega a Argelia, la experiencia brasileña ya quedó un año atrás, y falta otro año para que vuelva a encontrarse con esclavos africanos en el sur de los Estados Unidos. Sarmiento recorre el desierto argelino, llega a una tienda, comparte la vida con los hombres del lugar. Le llama la atención que las mujeres no aparecen, son invisibles. De repente, escucha

un rumor estraño de voces humanas, con cierta cadencia acompasada que me traia a la memoria la reminiscencia de algo parecido que habia debido oir no sé donde.

Se asoma a otra parte de la tienda y ve entonces por primera vez a las mujeres, en un ritual que no llega a entender. Alguien le explica: están llorando el apresamiento de un familiar por el ejército de ocupación francés. Pero no lloran como él conoce que la gente llora: «En lugar de llantos descompasados, se oia el canto lúgubre de oraciones recitadas cadenciosamente». Lo embarga un sentimiento de misterio y de respeto, raro en él, que deplora la cultura musulmana. Se interesa por esas mujeres y se acerca a ellas, pero no llega a establecer un vínculo.

En las ciudades de Argel y Orán, las mujeres también son invisibles, envueltas en mantos y velos. Los velos son marcas de opresión que Sarmiento ya conoce de la tradición cristiana, y por eso su atención se centra en otro detalle: «el adorno principal son unos grilletes de plata en los tobillos, tan gruesos como los de hierro de nuestras prisiones».

Por eso, es casi inevitable la conclusión a la que llega más tarde:

Después, refleccionando, he recordado que [lo que el canto de las mujeres le trajo a la memoria] era el canto plañidero con que las recuas de negros en el Brasil se acompañan i animan al trabajo.

Presas de la doble opresión, ejercida por los hombres de sus familias y por el ejército francés, ellas cantan, como sus hermanos africanos, para seguir viviendo.

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Traducir y digitalizar

Traducir es una adicción, dice Alan Pauls en su novela El pasado y lo repite cada vez que le preguntan.

Señala que la tarea resulta inaplazable: «Una vez que empiezo, no puedo terminar». Dice que se experimenta como una compulsión; se refiere también al «frenesí de la traducción». La compara con la cocaína y llega a decir que esta última no es tan potente, que traducir es la droga por excelencia: «La verdadera sujeción, el anhelo, la promesa».

Pero la adicción de traducir es el correlato psicológico, en Pauls, de otra cosa. Hay algo objetivo, material, inherente a la literatura, que causa esa adicción:

Hay algo para mí en el texto que está escrito en otra lengua que pide ser traducido. Es como si hubiera una voz encerrada en una mazmorra en el texto que golpea una puerta de la celda y dice: «¡Tradúzcanme!». Algo que hay que liberar. Y el traducir acude a ese llamado.

Así, esa «forma despiadada de la esclavitud» que, según Pauls, es traducir, no es solamente una compulsión neurótica. En la persona que traduce hay también «algo muy sacerdotal, algo que reproduce, como el gesto del viejo copista que tenía a su cargo la misión de hacer sobrevivir algo, porque si no copiaba el texto corría el riesgo de desaparecer.»

Lo fundamental es entonces cumplir una misión, y esa misión nace de un llamado. Una vez que el sacerdote, el esclavo, el adicto, pone en marcha la máquina de traducir, el escritor, y también el lector, solo ven que «los libros se van reproduciendo como conejos en distintas lenguas». Las traducciones, por lo tanto, «son como buenas noticias», como regalos.

La relación de la traducción con la copia y con la liberación está también en Ricardo Piglia. Pero Piglia ve algo más. La liberación no es solamente liberación de los límites de una lengua; también lo es de la propiedad privada. Para Piglia, en el lenguaje no hay propiedad privada, y es en el salto del lenguaje a la literatura donde aparece la propiedad. Hay por lo tanto una tensión permanente entre el lenguaje que busca liberarse y el sistema de apropiación que funda la literatura. En este escenario, la figura del traductor es problemática, precisamente porque pone en cuestión la propiedad literaria.

En sus diarios, Piglia proclama la utopía de un mundo hipertecnológico donde las obras circulan de forma instantánea, anónima, donde la práctica de la escritura está generalizada y donde la traducción es automática: ya no es necesaria la esclavitud que sufre hoy el traductor. En esa sociedad ideal, se materializa el deseo de Lautréamont: «La literatura debe ser hecha por todos y no por uno».

La traducción, creo, se entrelaza con otra adicción muy emparentada: la digitalización.

La misma fuerza apremiante, el mismo frenesí que padece el traductor, se sienten también al digitalizar libros y subirlos a Internet. La misma alegría invade a los lectores cuando los libros se reproducen como conejos en las computadoras, en los celulares, en los dispositivos de lectura, mientras los dueños de las editoriales enfurecen, desesperan y corren inútilmente para atrapar a los conejos.

La digitalización, igual que la traducción, se vive como un mandato esclavizador. Es una compulsión en el sentido de que hay también una fuerza coercitiva. La misión de poner los libros al alcance de otras personas se funde con la necesidad pulsional de liberar la energía contenida. La liberación del arte tiene como correlato la esclavitud de quien lo libera.

Pauls dice que traducir es como leer. Y agrega, citando a Nietzsche, que «es una especie de lectura miope». El traductor lee filológicamente, con un nivel de detalle microscópico. El digitalizador lee la forma de las palabras y de las letras, busca los errores tipográficos, borra las manchas. Está obsesionado con la materialidad, aunque lo que hace es justamente liberar al texto de su materialidad.

El digitalizador es un operario, un apéndice de la máquina óptica. Es un loco que entra en frenesí cada vez que la luz del escáner empieza a correr de un lado para el otro. Es el sacerdote, el copista que escucha el llamado del lenguaje y que cumple el mandato de multiplicar los libros.

Para Pauls, la necesidad de liberar los libros toma su energía de una fuerza propia del lenguaje. Pero esta dimensión ideal del lenguaje, creo, está atada a la realidad social objetiva. No es que simplemente los libros buscan liberarse de sus límites; en el mundo hay hambre de libros. Este hambre (que no es lo mismo que voracidad) es el que, según Lea Shaver, soportan principalmente los hablantes de lenguas minoritarias y los que no tienen el dinero para comprar los libros.

El llamado del lenguaje es también, por eso, el llamado de los hambrientos de libros. La misión estética del copista (del traductor, del digitalizador) es por eso, además, una misión ética.

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Desgraciados

En la literatura argentina del siglo XIX hay una circunstancia que se repite con frecuencia: la de desgraciarse.

La idea es presentada por Sarmiento en un pasaje del Facundo:

El hombre de la plebe de los demás países toma el cuchillo para matar, y mata; el gaucho argentino lo desenvaina para pelear, y hiere solamente. Es preciso que esté muy borracho, es preciso que tenga instintos verdaderamente malos, o rencores muy profundos, para que atente contra la vida de su adversario. Su objeto es sólo marcarlo, darle una tajada en la cara, dejarle una señal indeleble. Así, se ve a estos gauchos llenos de cicatrices, que rara vez son profundas. La riña, pues, se traba por brillar, por la gloria del vencimiento, por amor a la reputación. Ancho círculo se forma en torno de los combatientes, y los ojos siguen con pasión y avidez el centelleo de los puñales, que no cesan de agitarse un momento. Cuando la sangre corre a torrentes, los espectadores se creen obligados, en conciencia, a separarlos. Si sucede alguna desgracia, las simpatías están por el que se desgració: el mejor caballo le sirve para salvarse a parajes lejanos, y allí lo acoge el respeto o la compasión. Si la justicia le da alcance, no es raro que haga frente, y si corre a la partida, adquiere un renombre, desde entonces, que se dilata sobre una ancha circunferencia. Transcurre el tiempo, el juez ha sido mudado, y ya puede presentarse de nuevo en su pago, sin que se proceda a ulteriores persecuciones; está absuelto. Matar es una desgracia, a menos que el hecho se repita tantas veces que inspire horror el contacto del asesino.

María Moreno supo ver algo extraño e interesante en esta definición de la desgracia que hace Sarmiento. Dice Moreno en Black out:

Para la taxonomía del gaucho escrito, disgraciarse [así lo leyó ella, con i] no es morir sino matar.

La desgracia no es cualquier infortunio. Es un infortunio específico: la muerte violenta. Pero además de la especificidad, hay un corrimiento del significado. El que mata no desgracia al que muere, sino que se desgracia a sí mismo. No es el muerto, ni la familia del muerto, quien sufre la desgracia. La sufre el asesino.

Sarmiento usa el término en cursiva, tomando distancia de la idea, dando a entender que es una forma de decir de los gauchos, que corresponde a una forma de ver el mundo propia de bárbaros:

Desgraciadamente, el cantor, con ser el bardo argentino, no está libre de tener que habérselas con la justicia. También tiene que dar la cuenta de sendas puñaladas que ha distribuido, una o dos desgracias (¡muertes!) que tuvo y algún caballo o una muchacha que robó.

A María Moreno lo que más le interesa es la manera en que desgraciarse se asocia al alcohol. Ya en Sarmiento el gaucho se desgracia a causa de la borrachera. Y en Mansilla se repite la circunstancia. Comenta Moreno:

En Una excursión a los indios ranqueles, el cabo Gómez, confundiéndolo con un alférez que lo había humillado en el campo de batalla, mata a un vivandero y es ejecutado. Antes había apuñalado a su mujer, creyéndola con un amante en la cama. En los relatos de fogón del coronel Mansilla está el de un tal Crisóstomo que acuchilló a la que le negaba la hija que había tenido con él antes de casarse, y el de Miguelito que pagó el crimen de su padre, asesino por celos de un juez. Todos estaban borrachos.

Hay otro relato para agregar en ese mismo libro, que Moreno no menciona. Es el de Camargo, un compadre que anda con la hija de un comandante. El comandante le toma bronca, lo acusa de ofensas falsas y lo sale a buscar con la partida. Camargo los mata, huye y se termina sumando a la montonera del Chacho Peñaloza. Cuando Peñaloza es asesinado, se une a otro caudillo, hasta que una nueva derrota lo obliga a irse con los indios de Baigorrita. También la desgracia de Camargo tiene relación con el alcohol. Según Mansilla, Camargo tiene una existencia «que se consume contra el aguardiente y las reyertas de incesantes saturnales».

Moreno agrega el caso de Martín Fierro, que se desgracia matando al Negro. «Esa noche me apedé», dice Fierro, y confiesa que cuando le dice a la Negra «Va… ca… yendo gente al baile», lo hace a causa de «la mamúa». Es curioso, sin embargo, que en el momento de la pelea a muerte con el Negro, el efecto del alcohol desaparece de repente: «No hay cosa como el peligro / pa refrescar un mamao; / hasta la vista se aclara, / por mucho que haiga chupao.» Es decir que Fierro, repentinamente sobrio, tiene que hacerse cargo de culminar la desgracia que desencadenó borracho.

Pero hay mucho más que el alcohol en el hecho de desgraciarse.

Mansilla escribe el término desgraciarse ya sin las cursivas que usaba Sarmiento. De todas maneras, siguen siendo los personajes populares los que utilizan esta acepción de la palabra. Crisóstomo dice, por ejemplo: «Seguimos trabajando y aumentando lo poco que nos había quedado hasta que me desgracié…». Y Miguelito dice: «Una noche casi me desgracié con mi suegro». Mansilla, en cambio, nunca usa la palabra en este sentido.

¿Por qué la gente pobre habla de desgraciarse y no de matar? Quizás lo hacen para disimular la aberración moral, para buscar comprensión o lástima. Pero más probablemente, porque consideran que no hay aberración moral. Que en la Argentina del siglo XIX, no es uno el que mata sino las circunstancias las que obligan a matar. No hay remordimiento. El hecho se juzga desafortunado, motivado por causas externas. El destino se acepta.

Moreno dice que matar es desgraciarse porque es lo mismo que morir: «El matador, si hay “justicia”, morirá a manos del Estado.»

Pero eso no es así. Crisóstomo, después de apuñalar a la mujer, huye a los indios. Miguelito también escapa con los indios. La desgracia de matar no consiste en que uno va a morir. Matar es desgraciarse porque, al huir, se va a perder a la gente querida, se va a perder el lugar de origen, se van a perder todos los bienes. El desgraciado es un fugitivo, un exiliado.

Matar es una afrenta para la familia del muerto, que busca la venganza. Matar es también un motivo para ser perseguido por el Estado (aunque solo cuando el que mata es un pobre). Pero adonde el desgraciado llega, como dice Sarmiento, se lo recibe con respeto o con compasión. Porque para el pueblo, en cualquier lugar, matar no es algo malo. Es algo que le puede pasar a cualquiera. Para el pueblo, esa muerte no es asunto suyo.

Matar no es un crimen, es una desgracia, y buena parte de esa desgracia consiste en tener que escapar. Si es rápido y hábil, el desgraciado logra esquivar a la partida y refugiarse en otra provincia o con los indios. Lo importante es huir de la jurisdicción donde lo busca la partida y donde lo que le espera es la pena de muerte. Una vez cruzada la frontera, la ley ya no lo alcanza. No tiene nada que pagar entre sus nuevos vecinos. La responsabilidad del crimen se desvanece con el cambio de lugar.

Después de desgraciarse, la persona vive en desgracia. Vivir en desgracia es vivir en el exilio, en la pobreza, bajo costumbres diferentes. Quienes van a los indios viven en desgracia. Y esto no necesariamente porque sean esclavizados por los indios (muchos cristianos en desgracia gozaban de reputación entre los indios), sino porque viven en lugar ajeno, bajo una cultura ajena.

A veces un desgraciado puede visitar, a escondidas, a la gente perdida. Pero es difícil y es arriesgado. Requiere de la complicidad de algún antiguo amigo, o del soborno a algún funcionario. La desgracia, por lo tanto, no es un estado absoluto ni eterno. También, como decía Sarmiento, puede terminar cuando el juez o el gobernador del lugar donde se mató ya fue desplazado o depuesto.

En el Martín Fierro, Cruz también se desgracia. Un día encuentra al Comandante abrazando a su china y empieza una pelea. Un hombre del comandante le dispara con un revólver, pero Cruz es rápido de reflejos y logra matarlo con el cuchillo:

Después de aquella desgracia
me refugié en los pajales,
anduve entre los cardales
como vicho sin guarida—
pero, amigo, es esa vida
como vida de animales.

Igual que los personajes de Mansilla, Cruz y Fierro terminan yendo a vivir con los indios.

El desgraciado no tiene por qué ser especialmente violento. Miguelito, en la novela de Mansilla, evita otras desgracias porque no es matador. En su universo, las desgracias rondan a las personas, y las personas honradas tratan de evitarlas, pero a veces no pueden. Los matadores no son desgraciados, son otra cosa. Los matadores matan por gusto y con saña, los desgraciados no. Los matadores sí pueden despertar horror y repudio.

Hay, por último, otros dos sentidos de desgraciarse, al menos en Mansilla. Para la mujer cristiana, desgraciarse es quedar embarazada. La Dolores se desgracia al quedar embarazada de Miguelito, su amante casado.

Y, para la mujer india, que vive una vida libre mientras es soltera, desgraciarse es casarse:

La mujer casada depende de su marido para todo.
Nada puede hacer sin permiso de éste.
Por una simple sospecha, por haberla visto hablando con otro hombre, puede matarla.
¡Así son de desgraciadas!



* Los dibujos son de la edición del Martín Fierro ilustrada por Alberto Güiraldes.

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La vida después de la revolución

Sabemos que queremos la revolución, pero ¿cómo es la vida después de la revolución? Una de las dificultades para la construcción de un futuro socialista es la tendencia a imaginarlo, de manera alucinada, como la concreción de una vaga felicidad social. Nos imaginamos una utopía de vidas plácidas, armónicas y sin conflicto, igual que ocurre con otros tipos de fantasías sociales. Sin embargo, el socialismo no es ni puede ser jamás la felicidad social. El socialismo no es una utopía; es simplemente una propuesta modesta, una cuestión de justicia. Su tarea es acabar con la explotación de una clase (la clase trabajadora) por otra (la clase propietaria) y construir una sociedad sin clases. En esta sociedad sin clases, la propiedad de los medios de producción pasa a ser social y los bienes y servicios que producen las personas al trabajar no se compran ni se venden en el mercado, sino que se distribuyen de acuerdo al desarrollo material de la sociedad y a las preferencias y necesidades individuales. Así, se transparentan las relaciones humanas, se vuelven más inteligibles, se las devuelve al terreno de la política, y dejan de operar como fuerzas misteriosas del mercado.

Si el socialismo no trae ni puede traer la felicidad, lo que sí puede hacer es eliminar algunas fuentes innecesarias de infelicidad: la rabia generada por la desigualdad, la angustia de no tener trabajo, el miedo a perderlo, la desesperación de la pobreza y de la miseria. Pero la infelicidad social, como explica Freud en El malestar en la cultura, tiene su fuente principal en el hecho mismo de la vida en sociedad, que impone limitaciones a las pulsiones de las personas: al amor y a la violencia. Dicho de otra manera, en el capitalismo sufrimos más de lo necesario, pero ningún sistema social es capaz de superar la infelicidad, porque la vida en sociedad implica un límite y una renuncia a nuestros deseos. Vivimos en sociedad porque no podemos prescindir de los demás, pero querer, odiar y necesitar a los demás nos expone a muchísimo sufrimiento. En suma, el capitalismo impone un sufrimiento añadido, innecesario, a un sufrimiento previo, necesario e ineludible.

Pero además, el socialismo, si bien nos libera de la fuente espantosa de sufrimiento causada por la explotación capitalista, también nos expone a una nueva fuente de infelicidad. El problema de transparentar las relaciones sociales es que obliga a las personas a atravesar el sufrimiento de involucrarse en la gestión del trabajo y de la vida social. Si la propiedad de los medios de producción ya no es privada, y si el trabajo se organiza de manera democrática, hay una exposición mucho más grande que en el capitalismo a las relaciones políticas, que son capaces de generar infelicidad, y mucha. Mientras que las relaciones mercantiles generan la ansiedad de validar la mercancía en el mercado, la paranoia de ser estafados, la cosificación de las personas que nos rodean y la necesidad de competir de manera salvaje, las relaciones socialistas implican el sufrimiento de la negociación, de la decisión democrática que necesariamente es dificultosa y muchas veces insatisfactoria. Nos liberamos de la infelicidad de cumplir mecánicamente las órdenes despóticas del patrón, que dispone de nuestra fuerza de trabajo para exprimirnos y obtener ganancias a costa nuestra, pero nos vemos forzados a aprender los procesos en los que trabajamos, a discutir con nuestros iguales, a involucrarnos en conflictos que pueden llegar a callejones sin salida.

No hay socialismo si las personas no se involucran en los procesos sociales que inciden en sus vidas. Siempre que las decisiones principales queden en manos de una clase especial, habrá explotación. Pero el involucramiento trae conflicto y trae infelicidad.

A la hora de la militancia por una revolución socialista, tenemos que tomarnos en serio la tarea de imaginar cómo va a ser esa sociedad socialista, para hacerla más tangible, más probable, más verdadera. No tenemos que esperar ni prometer un futuro feliz, sino un futuro justo, en el que muchas cosas de nuestra vida cotidiana seguirán siendo como ahora, con mezquindades, conflictos y traiciones, pero donde gran parte de la injusticia social va a ser superada, donde la organización del trabajo va a ser igualitaria y racional.

También hay que saber que una revolución no va a traer por sí misma la superación de todas las desigualdades. Las desigualdades de género, raciales y muchas otras habrá que seguir combatiéndolas, porque si bien es cierto que el capitalismo inventó algunas de ellas, como la discriminación racial, y agudizó otras, poniendo todas estas categorizaciones sociales al servicio de la explotación más salvaje, también es cierto que la caída del capitalismo no implica necesariamente que estas discriminaciones se conviertan automáticamente en cosa del pasado. Combatir desde ahora las discriminaciones es fundamental por muchas razones: para contrarrestar los peores abusos actuales de la explotación capitalista, para evitar la fragmentación de la clase trabajadora y para generar desde ya el compromiso de que la futura sociedad hará llegar la justicia a todas las personas.

El socialismo no va a hacer más buenas ni menos violentas o menos egoístas a las personas. Lo máximo que puede hacer es canalizar buena parte de esa violencia hacia fines socialmente productivos, vehiculizar ese egoísmo de manera que, en lugar de materializarse en una acumulación irracional y en una explotación salvaje, se concrete en formas más benignas.

En El malestar en la cultura, Freud advertía que pretender otra cosa puede llevar a la catástrofe. Postular el amor, la felicidad y la cohesión perfecta entre los miembros de la sociedad socialista es peligroso porque esa cohesión perfecta imaginada trae consigo, necesariamente, la sospecha, la exclusión de personas para poder descargar sobre ellas la violencia y la acusación a la escoria burguesa que sigue infectando la sociedad. Si bien Freud reconocía que, a la hora de controlar la agresión constitutiva humana, era “indudable que un cambio real en las relaciones de los seres humanos con la propiedad aportaría aquí más socorro que cualquier mandamiento ético”, también se preguntaba con ironía, cuestionando los ideales de felicidad de algunos socialistas de su época, “qué harán los soviets después que hayan liquidado a sus burgueses”.

Por eso, tenemos que luchar sabiendo que no luchamos por la felicidad sino por la justicia. Una sociedad sin clases, sin un grupo de privilegiados que vive a costillas de la mayoría, es tan solo el requisito básico para hacer nuestras vidas más vivibles. Y también, mal que nos pese, tenemos que luchar sabiendo que la revolución quizás no llegue a concretarse en el plazo de nuestras vidas, que vivimos en una historia que nos trasciende, que los procesos civilizatorios atraviesan siglos y las personas apenas décadas. Esta atadura a nuestro tiempo nos tiene que llenar de paciencia, sin perder nunca de vista el horizonte.

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La máquina de escribir con los ojos

En el epílogo del libro póstumo de cuentos policiales Los casos del comisario Croce, Ricardo Piglia cuenta que escribió todo el libro con la mirada, usando una máquina que lee el movimiento de los ojos.

Para entender la anécdota sin confundirla con la ciencia ficción, el lector debe saber, por un lado, que en los últimos años Piglia sufrió de esclerosis lateral amiotrófica, una enfermedad que fue paralizando su cuerpo hasta la muerte. Cuando supo que le quedaba poco tiempo, se lanzó a una actividad frenética para dejar listos un conjunto de libros póstumos. Trabajó con Luisa Fernández, que se desempeñó como su asistente, y consiguió la máquina que le permitió seguir escribiendo incluso cuando ya no podía mover las manos ni dictar los textos.

Pero además, para que cobre sentido el comentario del epílogo, el lector debe saber que Piglia dedicó ensayos, investigaciones y conferencias a los efectos de la tecnología sobre la técnica de escritura. Desde la máquina de escribir con un rollo de papel continuo que usaba Kerouac, pasando por la grabadora con la que Puig registraba los diálogos con personajes cotidianos que luego transcribía textualmente en las novelas, hasta llegar a la computadora con la que los escritores contemporáneos copian y pegan textos, y a Wikipedia que abre un paraíso para la investigación de personajes y temas, su obsesión era entender los rastros de la materialidad en la literatura.

Sin embargo, la circunstancia en la que él mismo, absolutamente inmóvil y esperando la muerte, escribe febrilmente durante meses con una máquina que lee los ojos, es narrada de manera breve, contenida, sin profundizar en los detalles. Apenas menciona la marca del aparato y deja al lector la tarea de analizar cómo influyó en su escritura, en comparación con los libros anteriores escritos a mano, a máquina y en la computadora.

Hay algo sospechoso en esta escena fugaz, que dura un solo párrafo. Es demasiado perfecta. Tiene todos los elementos de un cierre ideal para un tema que atravesó su vida. Si bien la máquina que Piglia nombra existe, y es creíble que la haya encargado en el período final de su vida para asistirlo en la escritura, hay algo desmesurado en la imagen de un libro escrito enteramente de esa manera. Es más verosímil pensar que la composición empezó antes de que la parálisis fuera total, o que se apoyó, al menos en parte, en sesiones de dictado a Luisa Fernández.

Pero la dificultad para creerle viene, sobre todo, de saber que Piglia recurrió, a lo largo de su vida, a inventar escenas en sus ensayos. Es ya célebre la imagen que inventó del velorio de Roberto Arlt (que muchos tomaron por real): la de un escritor tan grande que su cajón no pasaba por la puerta del departamento, lo que obligó a sacarlo con sogas por la ventana de un piso alto. La idea de un Arlt inmenso suspendido sobre Buenos Aires es la que moldeó en gran parte el imaginario social. Sabemos, sin embargo, que eso no ocurrió.

El ensayo con elementos ficcionales tiene relación con la escritura de Borges. Pero en Borges el procedimiento es el contrario: la ficción, si bien toma la forma de un ensayo, está claramente definida como ficción de antemano. El ejemplo más obvio son los relatos de Ficciones, escritos en forma de ensayos y en los que se entremezclan frenéticamente datos reales con otros delirantes.

En Piglia, en cambio, es el ensayo el que es intervenido con un elemento ficcional o alegórico imposible de distinguir de los elementos verdaderos, y que, de esa manera, busca convertirse en verdad, en historia.

La alegoría en los ensayos es la contraparte del plagio, que Piglia usa en la ficción como recurso para que se cuelen elementos de verdad en la voz del narrador. Esta táctica, que también es un gesto contra la propiedad literaria, fue malinterpretada por críticos desatentos y fue aprovechada de manera sensacionalista por los medios de comunicación.

Piglia reflexiona sobre la ficción dentro de la no ficción, pero nunca lo hace con ejemplos propios. Lo hace, por ejemplo, a partir de un caso límite como el de Walsh. Analiza la carta a Vicki y la Carta a mis amigos, y llega a la conclusión de que hay pasajes que no pueden haber ocurrido como los cuenta Walsh. Recordemos que esas cartas dan testimonio de la muerte de su hija, Victoria Walsh, en un enfrentamiento con las fuerzas militares de la dictadura. Pero la voz que narra los hechos y que expresa los sentimientos de quien escribe las cartas se desplaza a otros protagonistas, que son anónimos y que están ahí para convertir en universal un sentimiento inexpresable. Son escenas inventadas, pero no de la manera en que se inventa una mentira, sino que sirven “para poder narrar el punto ciego de la experiencia (…) para fijar y hacer visible lo que se quiere decir”. Adquieren “la forma de una ficción destinada a decir la verdad”.

Este efecto de verdad aumentada a partir de una breve deformación de la realidad es lo que, según Piglia, hace que la literatura de Walsh sea lo que es, y es lo que, sin decirlo, tomó de Walsh para llevarlo al límite en su propia literatura. Es también aquello que, según cuenta María Moreno, hizo que a la otra hija de Walsh, Patricia, le cueste tanto conciliar las cartas de su padre con su propia experiencia. La verdad histórica, que persigue Patricia Walsh con toda justicia, está en tensión con la verdad literaria. La escena más importante de la Carta a mis amigos es aquella en la que Vicki, en medio del asedio militar en la calle Corro, pronuncia la frase: “Ustedes no nos matan, nosotros elegimos morir”, antes de pegarse un tiro en la cabeza. Pero Moreno cuenta que hay testimonios de que esa frase no la dijo Vicki sino el compañero montonero que estaba con ella en la terraza, un militante con una jerarquía superior. Esa circunstancia hace que la frase pueda ser interpretada no como un gesto espontáneo de dignidad, sino como una orden para que Vicki se suicidara antes de ser capturada viva.

Es verosímil que Piglia haya querido hacer con su enfermedad algo parecido a lo que hizo Walsh con la muerte de Vicki. En los tres tomos de sus diarios, que ordenó y editó cuando ya estaba enfermo (y que por eso quizás también escribió, en parte, con la mirada), se pueden intuir los elementos insertados, las anécdotas desplazadas, corregidas o simplemente inventadas. La coartada de firmar como Emilio Renzi, alter ego suyo en otras obras de ficción, no disminuye la pretensión de verdad de los diarios, donde nombra a las personas que frecuentaba con sus nombres reales, relata los pormenores del proceso de escritura de sus novelas, y da cuenta de su experiencia en distintos contextos políticos. Haber tenido el tiempo de editar sus diarios antes de morir le dio una ventaja decisiva frente a otros escritores, como Pavese o Bioy Casares. Le permitió corregir, decidir la trama. Y lo hizo con responsabilidad, evitando caer en la censura, en la autoindulgencia o en el comentario retrospectivo.

Pero curiosamente, la última anotación autobiográfica de Piglia no está en sus diarios, sino en el párrafo sobre la máquina de escribir con los ojos, en el epílogo del libro póstumo de cuentos policiales. Por la brevedad, por la limpia sencillez, por el sentido del absurdo y la capacidad de condensar tantos de los significados de su obra, tiene quizás el valor de las últimas palabras.

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Las disputas políticas en el sistema de la cultura

Publicado originalmente en Hemisferio Izquierdo.

En sus diálogos con Juan José Saer, Ricardo Piglia dice que lo central de la práctica política de un artista no es a quién vota, con qué partido simpatiza o cuán «progresistas» son sus opiniones, sino cuál es su posición en relación con el sistema de la cultura:

A menudo, las posiciones políticas de un escritor tienen mucho que ver con el modo en que se relaciona con el mercado, con la circulación de los textos, con ciertos estereotipos y figuras de escritor. Es en esta política interna al debate de la relación entre la literatura y la sociedad donde se definen posiciones políticas nítidas de los escritores.

También dice:

Discutir la relación con el mercado, la relación con los mass media, supone un sistema de politización de los escritores. Es la experiencia específica la que ayuda a la politización. Yo digo siempre que lo que politizó y llevó a la izquierda a Arlt fue su experiencia como escritor marginal, su relación con el establishment literario y la tensión que tenían el estilo y la literatura que practicaba con la sociedad literaria con que se encontró.

Esta guerra de Arlt contra el establishment queda famosamente clara en sus palabras preliminares a Los lanzallamas, pero también en batallas más cotidianas como la que dio contra la Sociedad Argentina de Escritores, un emprendimiento auspiciado y comandado por el editor Samuel Glusberg, cuya primera presidencia ejerció el ferviente fascista Leopoldo Lugones. La SADE, bajo el eslogan de representar «los intereses morales y materiales» de los escritores, lo que en realidad buscaba era —como su nombre lo sugiere— vejar a la gran masa de literatos, en beneficio de una comisión directiva autoimpuesta que gobernaba por sí y para sí, invitando al resto de los escritores a ser «socios administrados». En 1928 y 1929, Arlt le dedicó a la SADE una serie de aguafuertes en las que no ahorró sarcasmos sobre la edad avanzada y el conservadurismo galopante de sus dirigentes, burlándose también de la perspectiva que podría ofrecer a los escritores una sociedad impulsada y manejada por un editor. No fue el único: Elías Castelnuovo, uno de los escritores a quienes se invitó a ser socio administrado, respondió que le habría encantado ser parte de una verdadera gremial de escritores, pero que la SADE era más bien «un patronato de esclavos federados», y su mesa directiva, «una camorra literaria».

Noventa años después, en la otra orilla del Río de la Plata, las palabras de Arlt y Castelnuovo resuenan en los alrededores de las calles Canelones y Paraguay, donde se encuentra la sede de la Asociación General de Autores del Uruguay. Fundada en la misma época que la SADE, el fin declarado de esta asociación es “la defensa de los Derechos de Autor” —con mayúsculas—, “tanto moral como patrimonial”. A diferencia de otras asociaciones sin fines de lucro, su consejo directivo es generosamente remunerado. Del mismo modo que la SADE en 1928 instauraba su patronato de esclavos, aquí y ahora también la gran masa de socios de Agadu son socios administrados, sin derecho a votar ni a ser elegidos como autoridades. Menos del 15% de los socios tiene derecho a voto. Mientras los 11 integrantes del consejo directivo, entre quienes solo hay 2 mujeres, se reparten más de 11 millones de pesos anuales, la enorme mayoría de los autores uruguayos no tiene la misma suerte: de los más de 500 millones de pesos que entran por año en esa gigantesca máquina de recaudar, casi la totalidad se reparte entre los gastos de administración, los pagos al exterior, las rentas de los editores y las regalías de un puñado de artistas famosos locales, casi todos hombres. La gran mayoría de los socios no ve nada y, peor todavía, tienen que pagarle a Agadu para poder presentarse en un recital o para publicar una obra de manera independiente. La cruel ironía es que la misma entidad que se jacta de representar los intereses de los autores es la que genera y cristaliza la división entre la élite de burócratas y el resto —los “esclavos federados”, como diría Castelnuovo—.

Entre los dirigentes de Agadu hay artistas relativamente conocidos que se declaran de izquierda, enmarcan sus opiniones dentro de corrientes progresistas o incluso están afiliados a partidos u organizaciones de izquierda. Jorge Schellemberg, Diego Drexler o Jorge Nasser, quienes forman parte del consejo directivo de Agadu, son algunos de estos autores que viven en la contradicción permanente de declararse “progresistas” en un plano político general, mientras en el interior del sistema de la cultura defienden y hacen crecer las desigualdades.

Un párrafo aparte merece Mauricio Ubal, artista que desde la década de 1970 tuvo una reconocida militancia de izquierda, y cuya canción “A redoblar” fue un emblema de la protesta contra la dictadura militar. Sin embargo, en 2004 asumió como presidente de la Cámara Uruguaya del Disco. Desde este nuevo rol desarrolló un activismo feroz en contra de la “piratería” y en defensa de la industria cultural, con un libreto calcado del que inventó la industria fonográfica estadounidense. Esta contradicción evidente no impidió que siguiera estando cerca de los partidos y organizaciones de izquierda y que en muchas oportunidades prestara su voz a campañas de corte progresista.

Si consideramos válida la perspectiva de Piglia y la aplicamos al contexto actual de Uruguay, podemos identificar la corriente conservadora de la cultura uruguaya por una forma específica de gestionar la producción, los ingresos, las oportunidades y el capital simbólico que da como resultado el aumento de las desigualdades en el campo cultural. Pero además, esta corriente se caracteriza por el tipo de relaciones que propone entre “los artistas” y el resto de la sociedad. Estas relaciones son “carnales” con el empresariado cultural, de colaboración con los medios masivos de comunicación y defensivas o corporativas en relación con los demás ámbitos sociales. Así, por ejemplo, escritores como Ignacio Martínez o Carlos Rehermann se encuentran más cerca de las posiciones de la Cámara del Libro que de los intereses de las bibliotecas o de las instituciones educativas, en cuanto al tipo de políticas culturales que proponen. La corriente conservadora se considera aliada del empresariado cultural, dado que todos forman parte del “sector cultural”, de la “familia de la cultura”, o, de manera más sintética y grandilocuente, de “la cultura”. En cambio, frente al resto de la sociedad, esta corriente reclama privilegios corporativos y jamás reconoce obligaciones. Así, la construcción de la idea de “la cultura” encubre las relaciones de clase que hay dentro y fuera del sistema cultural, y es por lo tanto ideología en el mismo sentido que es ideología hablar de “la gente” o “los uruguayos”.

Una de las tácticas más usadas por el conservadurismo cultural es la sacralización del arte, con la consiguiente creación de una orden o círculo “sagrado” del arte y de los artistas. Este círculo de pertenencia se usa, por un lado, para cooptar o excluir a otros artistas. La cooptación no tiene que ver con virtudes o valores estéticos, sino con amistades personales y con una actitud sumisa con el sistema cultural y mediático. Lo “sagrado” del arte, hacia afuera, sirve para reclamar un trato preferencial, para aumentar el peso de las posturas del grupo, y para usar la carta de la “incomprensión” o de la “ignorancia” frente a cualquier política que no se adapte a sus intereses.

Las corrientes progresistas de la cultura, en cambio, buscan derribar las desigualdades dentro del sistema cultural, así como desmercantilizar la producción y el acceso a los bienes culturales. Cobran cuerpo en muchos colectivos de artistas independientes, así como en distintos espacios y proyectos culturales comunitarios y públicos. Muchos colectivos musicales y teatrales trabajan con modelos solidarios, buscando socializar los recursos materiales y el reconocimiento, para el bien común, promoviendo además a los artistas más jóvenes e independientes. La relación de estos artistas con el sector empresarial es de antagonismo, y, en cambio, su relación con el público es horizontal, de igual a igual, en alianza.

Los espacios culturales, las bibliotecas, los museos y las instituciones educativas públicas cumplen, por lo general, un rol progresista en el sistema cultural. Su tarea es socializar la cultura, por lo que, más allá de las visiones sobre política general que tienen las personas que trabajan en esos ámbitos, su papel dentro del sistema tiende a incluir, a generar igualdad de oportunidades e igualdad de acceso a los bienes simbólicos.

Ejemplos de políticas progresistas en el campo cultural que atacan las desigualdades y las relaciones mercantiles hay muchísimos y muy variados. Podemos mencionar a las usinas de cultura, que socializan el acceso a determinados medios de producción cultural; las políticas de cultura libre, digitalización y puesta a disposición en Internet de obras en dominio público, que socializan y desmercantilizan en este caso el acceso a bienes culturales; y la organización de festivales independientes como Peach & Convention, del colectivo Esquizodelia, que brindan un ejemplo de democracia radical en la producción cultural.

Dentro del sistema de la cultura, la mayoría de las personas puede identificar más o menos bien quiénes se ubican dentro de la corriente conservadora y quiénes dentro de las corrientes progresistas. Sin embargo, desde afuera del sistema, y especialmente desde el movimiento social y desde la izquierda política, a veces cuesta entender las contradicciones o resultan incómodas dentro de la estrategia política más general. Hay quienes desde afuera abonan, deliberadamente o no, la idea de “la cultura” como algo homogéneo, idílico, compuesto por un puñado de caras famosas y queridas, a quienes la sociedad simplemente decide apoyar o no apoyar. Así, se rescata la figura del Mauricio Ubal coautor de “A redoblar” y se soslaya la del Mauricio Ubal presidente de una cámara empresarial que representa los intereses de multinacionales como Universal, Warner y Sony, por lo que, al final del día, no hay incomodidad en pedirle la voz para una campaña electoral.

Para todo movimiento político es inevitable evaluar cuánto cuesta y cuánto reditúa tener del lado propio a personajes reconocidos. Sería ingenuo pretender que un partido o movimiento político no pusiera en la balanza esta cuestión, pero también es ingenuo aspirar a un verdadero cambio de matriz cultural desde la izquierda si no tomamos en cuenta que muchos de quienes llamamos “nuestros artistas” han contribuido a un sistema cultural profundamente injusto, oligárquico y conservador. En definitiva, un sistema de derecha. Y es precisamente este sistema de derecha, construido a la medida del empresariado cultural y mediático, del que se benefician secundariamente unas pocas “estrellas” y burócratas locales, el que afecta derechos culturales muy básicos, aplastando la diversidad de voces, reforzando las visiones conservadoras hegemónicas y marginando a la mayoría de la población de la producción y acceso equitativo a la cultura.

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El oficio de vivir

En El oficio de vivir, Pavese habla de literatura y habla de su vida personal, de sus relaciones. Cuando habla de literatura tiene momentos extraordinarios. Los comentarios sobre Shakespeare o sobre Herodoto son superlativos. También me encantaron algunas observaciones sobre el teatro griego. Un ejemplo:

En la tragedia griega, las personas no se hablan nunca, le hablan a confidentes, al coro, a extraños. Es representación en cuanto cada uno expone su caso al público. La persona no se rebaja nunca a mantener diálogos con otras, sino que es como es, estatuaria, inmutable. Las muertes suceden fuera de escena, y se oyen los gritos, las exhortaciones, las palabras. Llega el mensajero y cuenta los hechos. El acontecimiento se resuelve en palabras, en exposición. No diálogo: la tragedia no es diálogo sino exposición a un público ideal, el coro. Con éste se mantiene el verdadero diálogo.

Otro ejemplo:

El teatro arquetípico ha de ser, no acción, sino recitación. Quiero decir una recitación neutra, igual, sin «verdad». Los griegos, en efecto, hacían que todo sucediese fuera del escenario, y los hechos se convertían en palabras en boca del mensajero. Cuanto sucede en escena no es teatro, sino histrionismo. Véase la ausencia de puesta en escena en los grandes tiempos (griegos y Shakespeare). Por eso no te gusta la recitación realista, por eso las acotaciones (descripciones de la acción escénica) te han parecido siempre absurdas.

Reflexiona mucho sobre los recuerdos, las imágenes, la fantasía, el sueño, los mitos, los símbolos, la historia y el destino, porque le interesan como material para su propia obra. También hace observaciones generales sobre el mundo. Algunos ejemplos misceláneos:

La fantasía no es lo opuesto a la inteligencia. La fantasía es la inteligencia aplicada a establecer relaciones de analogía, de implicación significativa, de simbolismo.

También en la historia sucede que cuando algo sería agradable no pueda suceder; sucederá cuando nos sea indiferente. Los viejos imperios caen cuando se han vuelto pacíficos, civiles y benéficos; mientras una potencia es impertinente, ilegal y violenta nadie puede pararla.

¿Por qué adopta la gente actitudes afectadas y hace el dandy o el escéptico o el estoico o el sans-souci, etcétera? Porque siente que hay una superioridad en afrontar la vida según una forma, una disciplina que se nos da, si no de otra forma, en el pensamiento. Éste es, en efecto, el secreto de la felicidad: asumir una actitud, un estilo, un molde en el que deben caer y modelarse todas nuestras impresiones y expresiones. Toda vida vivida según un molde coherente, comprensivo y vital es clásica.

El ocio hace lentas las horas y veloces los años. La actividad, rápidas a las horas y lentos a los años. La infancia es la máxima actividad porque está ocupada en descubrir el mundo y recrearse con él. Los años se vuelven largos en el recuerdo si al repensarlos encontramos en ellos muchos hechos con que echar a volar la fantasía.

Cuando habla de amor, en cambio, suele expresarse como un misógino:

Una mujer, con los demás, se porta seriamente o se divierte. Si va en serio, entonces pertenece a ese otro y basta; si se divierte, entonces es una zorra y basta.

Las mujeres son un pueblo enemigo, como el pueblo alemán.

Cuando una mujer sabe a esperma y no es el mío, no me gusta.

Piglia admiraba los diarios de Pavese, y en los suyos se nota que lo copia. Pero los diarios de Piglia son distintos. Quizás no tiene tantas ideas originales, pero hace una mejor curaduría de las ideas de otros. Es peor inventor pero es mejor lector.

Cuando habla de amor, Piglia se contiene, y eso hace que logre zafar de la cursilería y el patetismo. La ventaja de Piglia, en este tema, es que corrigió y editó sus diarios antes de morirse. Pavese en cambio se mató antes de aplicarse la imprescindible autocensura. Los diarios de Piglia son probablemente de lo mejor que se haya escrito en castellano en los últimos años.

Pavese casi no habla del contexto político. De su paso por la cárcel, lo único que le preocupa es que su amante se fue con otro. De la guerra casi no habla. Cada tanto menciona al pasar que a algún amigo lo mataron. Los años de la guerra son para Pavese años felices. Su depresión se termina en 1939 y vuelve en 1945. En el medio, no hace más que hablar de Vico, de Shakespeare, radiante, triunfal. Cuando uno espera que hable de la guerra, cuando es imposible no hablar de la guerra, él no habla de la guerra. Es el punto más alto de los diarios. Por este esfuerzo de negación descomunal, su libro finalmente puede ser leído como un libro sobre la guerra.

El punto más bajo del libro es el ciclo de sufrimiento / autocompasión / asco de la autocompasión / nihilismo / sufrimiento / autocompasión, etcétera, que se repite hasta el 39. Pavese es un suicida desde el primer día y la guerra es la que lo salva por un tiempo. Con ese impulso, escribe sus obras más importantes y se convierte en quien hoy conocemos. La guerra salva a los suicidas.

La caída del final es repentina, y genera sorpresa aunque uno sepa cómo termina la historia. El desencadenante del suicidio es un enamoramiento trivial, que enseguida pasa a segundo plano, como si fuera nada más que un recordatorio del deber de matarse. El declive dura menos de seis meses y es mucho más sereno y tremendo que sus depresiones de juventud. Evita deliberadamente el patetismo. Diez días antes de matarse, cuando empieza a sentir miedo y a darle largas al asunto, llega a la conclusión:

Hace falta humildad, no orgullo.

Y entonces decide que no hay que escribir más:

No palabras. Un gesto. No escribiré más.

Es como si la madurez le hubiera llegado no como una madurez de espíritu (al fin y al cabo, podemos adivinar que se mató por el mismo trauma pueril que lo acompañó toda la vida), sino como una madurez de estilo. Como si para concretar el suicidio hubiera esperado a poder narrarlo bien.

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Sobre la izquierda y la explotación animal

El rechazo de una gran parte de la izquierda a reconocer (ni siquiera digamos a combatir) la explotación animal es bastante parecido al rechazo que durante décadas mostró contra cualquier consideración sobre el medio ambiente. Se niega el problema y se crean hombres de paja en la figura de animalistas irracionales, fanáticos del fitness, cultores del new age, burgueses aburridos o hippies incorregibles. Está claro que los hay, y está claro que ninguna crítica seria a la explotación animal o a la devastación del medio ambiente puede basarse en la exaltación de estilos de vida ni en propuestas individualistas ingenuas que niegan la política. El problema de la explotación animal está en el capitalismo, que tiende al dominio pleno de la vida de los animales y a su mercantilización absoluta, en armonía con el objetivo de la «autovalorización del capital», sin ninguna consideración ética. El capitalismo exprime a los animales destinados a la producción hasta el límite de que no hay segundo de su vida ni gramo de su cuerpo que no esté al servicio de la generación de ganancia. Es en esos animales en los que la idea de alienación cobra un sentido completo. El capitalismo los explota como explotaría a las personas si se lo permitiéramos, como exprime más a las mujeres y a los niños simplemente porque puede hacerlo.

Quienes de vez en cuando planteamos dentro de la izquierda el problema de la explotación animal no exigimos el compromiso inmediato de todos los compañeros atrás de la causa. Sabemos que hay muchos otros problemas, y que muchos de ellos son más apremiantes. No somos fanáticos monotemáticos. Lo que sí exigimos es respeto. Exigimos que la discusión no se entorpezca ni se ridiculice. Que no se recurra a la chicana ni a la descalificación. Que, a la hora de discutir, se deje de lado la apelación boba al instinto carnívoro, a la tradición nacional, al deseo irresistible del asadito y a otros argumentos conservadores irracionales por el estilo.

Necesitamos discutir seriamente, porque el problema es serio. Si llegamos a la conclusión de que no están dadas las condiciones para abordar ahora este asunto, es otro tema. Pero el desastre que el capitalismo está causando sobre la vida animal se merece que hablemos en serio.

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Deconstruyendo a Nacho

Hace unos días, Ignacio «Nacho» Martínez, escritor, editor, presidente del departamento de cultura del PIT-CNT, publicó en la revista Voces una nota que se titula «Ataques contra los autores«. El artículo, esencialmente un panfleto contra Creative Commons, la cultura libre y la “piratería infame”, puede entenderse mejor si tenemos en cuenta que, desde hace 20 años, él y otros intelectuales devenidos en lobistas de la propiedad intelectual decidieron encarar el asunto de las nuevas formas de acceso a la cultura como un ataque directo a su grupo de pertenencia. Ignorantes de las implicancias de las tecnologías digitales, emprendieron la estrategia de crear un cuco, que les resultó coyunturalmente provechosa para fortalecer su posición de privilegio en el sistema de la cultura.

La nota de Nacho arranca así:

Creative Commons (CC) emitió un Comunicado el 20.9.2017 atacando el posible tratado sobre Derecho de Autor entre la Unión Europea y el Mercosur porque apuntan a (…) extender el plazo del derecho de autor.

El comunicado de CC al que Nacho hace referencia es en realidad un análisis que está disponible en este enlace. Como se puede leer desde la primera línea, el análisis no se refiere a ningún tratado de derechos de autor, sino al capítulo de propiedad intelectual del Tratado de Libre Comercio Mercosur-Unión Europea. Este TLC se viene negociando desde el año 2000 y fue históricamente rechazado por los movimientos sociales y sindicales, incluido el PIT-CNT —del que Nacho forma parte—, que es un firme opositor de los tratados de libre comercio. Estos tratados refuerzan el rol de los países menos desarrollados como productores de materias primas y consumidores de bienes elaborados. A través del endurecimiento de la propiedad intelectual, dificultan la generación local de conocimiento y cultura, y hacen aumentar el pago de regalías por derechos de autor, patentes, marcas y denominaciones de origen a la industria multinacional. El documento de CC analiza un aspecto de esta injusticia, referido al endurecimiento del derecho de autor y su impacto sobre los derechos culturales. Y lo hace cuestionando un conjunto de puntos: la extensión del plazo de derecho de autor, la falta de excepciones obligatorias para proteger el interés público, la criminalización de la elusión de medidas tecnológicas de restricción aún en los casos en los que esa elusión es justificada, la introducción de órdenes judiciales preventivas contra infracciones “inminentes”, y la falta de transparencia de las negociaciones del tratado. Pese a todo esto, o, más precisamente, debido a todo esto, Nacho elige pararse a favor del TLC.

Nacho dice:

Uruguay debe aumentar la protección de los Derechos a 70 años después del fallecimiento del autor, unificándolo con todo el Mercosur y con Europa, y no 50 años como es ahora.

Si se aumenta 20 años el plazo de derecho de autor, como el TLC busca establecer, una inmensa cantidad de obras de autores fallecidos a mediados del siglo XX pasarán a estar nuevamente bajo dominio privado en nuestro país. Esto quiere decir que las obras no se podrán digitalizar ni poner a disposición de la ciudadanía para el acceso libre. Tampoco se podrán adaptar, traducir ni redistribuir sin restricciones. Es más, miles de obras ya disponibles en Internet tendrán que ser borradas de manera masiva, lo que se asemeja más a la quema de libros que a la protección de los autores. Pero además, cabe preguntarse de qué manera extender el plazo de 50 a 70 años postmortem puede proteger a autores que, digámoslo otra vez y de manera más clara, ya están muertos. Por otra parte, en cuanto al deseo de unificar el plazo con “todo” el Mercosur, Nacho muestra una visión restringida del bloque regional, al considerar como socios únicamente a Argentina, Brasil y Paraguay. Bolivia, estado parte en fase de adhesión, comparte el plazo de 50 años con Uruguay, y Venezuela, estado parte temporalmente suspendido por iniciativa de los gobiernos de derecha de Argentina y Brasil, tiene un plazo de 60 años.

Más adelante, Nacho cuestiona la afirmación de CC sobre que el TLC “limitará la capacidad de los estados del Mercosur de construir políticas públicas apropiadas para el ejercicio pleno de derechos fundamentales, tales como el derecho a la cultura y a la educación”. La limitación a las políticas públicas es el objetivo explícito del TLC, cuyo fin es imponer obligaciones regulatorias, limitando la capacidad de los estados de establecer políticas soberanas. Qué tanto esta limitación afectará los derechos culturales en nuestros países puede inferirse de la vehemencia con que los países europeos más ricos buscan imponer estas restricciones para ampliar el monopolio de sus industrias, y de la histórica resistencia de los países del Mercosur a los capítulos de propiedad intelectual de los TLC. Nacho parece conforme con el modelo neocolonial, y confía ingenuamente en que beneficie a los autores de Uruguay.

Luego se exalta:

¡Por favor! El sagrado derecho del público a estudiar y a acceder a todos los bienes culturales no es, no debe ser, limitando el derecho de los autores a las justas compensaciones por sus obras que tanto aportan a la cultura del país.

La apelación no sabemos a qué viene, dado que nadie propuso matar de hambre a los autores. Pero además pasa por alto que los titulares de los derechos de propiedad intelectual no son, en la enorme mayoría de los casos, los autores, sino las empresas editoriales, las discográficas y las distribuidoras audiovisuales. Si gente como Nacho pusiera un poco más de interés en mejorar los derechos laborales de los autores o en regular los contratos de edición, en lugar de en la propiedad intelectual, quizás haría un favor más grande a los escritores como él. ¿O será acaso que, al ser también editor, a veces sin darse cuenta se para de este lado?

Unos párrafos más adelante, después de ensalzar la generosidad de los autores, contando ejemplos que muestran que “los autores de todas las artes ofrecemos nuestras obras de manera absolutamente gratuita”, llega el núcleo central de todo el texto:

La piratería infame es lo que hace daño. Querer legalizar el manejo de las obras por parte de terceros, por encima de los derechos de los autores, es enterrar la creación y por ende deteriorar la cultura de un país (…) Creative Commons (…) son intermediarios, mercaderes del templo imperial cuya sede central se encuentra en Mountain View, en el estado de California, Estados Unidos. La cultura libre que profesan es la menos libre de las culturas.

Gracias, Nacho, por todo lo que nos das. Seguí diciendo que somos los mercaderes del templo imperial, que queremos enterrar la creación. No cejes en tu heroico esfuerzo, porque cuanto más lo repitas, cuanto más lo grites a viva voz, más ridículo quedás ante los ojos de una generación que está cambiando la forma de producir y acceder a la cultura, lo quieras o no. Una generación que está peleando para quitarte (pero no a vos en particular, no a vos por encono personal, sino a todos los que ocupan los lugares que vos ocupás y las posiciones ideológicas reaccionarias que vos defendés) los privilegios que hoy disfrutás.

Seguí diciendo, como decís en el párrafo final, en el broche de oro de tu panfleto:

CC puede seguir ofreciendo sus diversas maneras de contratación (licencias Creative Commons). Nadie pondrá objeciones. Son una empresa privada que quiere sacar sus ganancias. Pero debe detener sus ataques continuos contra los derechos de los autores y sus obras porque así lesionan la cultura de nuestro país.

¿Hace falta aclararte, como ya lo hicimos, que las licencias Creative Commons son una herramienta libre, gratuita y autogestionada, promovida por miles de militantes voluntarios de todo el mundo? ¿Hace falta repetirte, de nuevo, que si estamos en contra de los TLC y a favor de una reforma integral del derecho de autor es porque luchamos por un sistema cultural más justo y más igualitario? ¿Hace falta explicarte, otra vez, que nuestra construcción es junto a los movimientos sociales, porque somos un movimiento social más?

Pero dale, seguí negando que somos un movimiento social, seguí mintiendo con que somos una empresa, seguí apoyando los tratados de libre comercio que buscan explotarnos, seguí gritando que odiamos a los autores a pesar de que somos los mismos autores los que promovemos la cultura libre, seguí diciendo que queremos menoscabar, herir, fusilar y enterrar a la cultura. Nadie te va a frenar, porque sabemos que el presente y el futuro de la cultura son nuestros, que finalmente los de tu clase van a perder los privilegios y, cuando así sea, el sistema de la cultura va a ser un poco más justo.

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Derrotero

Hace poco, después de haber leído los ensayos, las novelas, los diarios y todo lo que escribió Piglia, me vino la necesidad de encarar la lectura de algunos de los clásicos de la literatura argentina. Es que si hay algo en lo que Piglia sobresale es en crear una especie de mitología de los clásicos (la tradición, como la llama él) y en generar las condiciones para que el lector tenga que leer sí o sí algunos libros.

Empecé entonces por Una excursión a los indios ranqueles de Mansilla, que es una mezcla rara entre las aventuras verídicas de un Don Quijote que cabalga por la pampa (el propio Mansilla), un estudio antropológico del siglo XIX sobre los pueblos ranqueles, y un alegato político en favor de la incorporación de los indios al estado argentino como mano de obra en lugar de su exterminio.

Después me le animé al Facundo, ese libro descomunal en el que cada exabrupto, cada furcio, cada delirio de Sarmiento funcionan como si fueran deliberados. Lo que en cualquier otro escritor es una falla, una exageración o una estupidez, en Sarmiento es un gesto de grandeza y de pasión. Una muestra:

«¡Rosas!, ¡Rosas!, ¡Rosas!, ¡me prosterno y humillo ante tu poderosa inteligencia! ¡Sois grande como el Plata, como los Andes! ¡Sólo tú has comprendido cuán despreciable es la especie humana, sus libertades, su ciencia y su orgullo! ¡Pisoteadla!; ¡que todos los gobiernos del mundo civilizado te acatarán, a medida que seas más insolente! ¡Pisoteadla!; ¡que no te faltarán perros fieles que, recogiendo el mendrugo que les tiras, vayan a derramar su sangre en los campos de batalla o a ostentar en el pecho vuestra marca colorada por todas las capitales americanas! ¡Pisoteadla!, ¡oh!, ¡sí: pisoteadla!…»

Del Facundo pasé a Adán Buenosayres de Marechal. Como única referencia tenía una frase de Piglia que decía que era la novela más ambiciosa del siglo XX. Y tenía razón: es una novela bien del siglo XX, con todo el humor berreta y el vanguardismo ingenuo que hace rato me cansé de leer. Pero lo rescatable es la descripción del Buenos Aires de 1920, que con un millón de habitantes resultaba un lugar caótico e incomprensible, y en cuyos bordes el barrio de Saavedra marcaba el límite con el mundo anterior, precapitalista.

Quise leer a algún rosista y recurrí a De Angelis, pero los libros que encontré fueron recopilaciones de diarios de viajes de la época colonial: Colección de viages y expediciónes à los campos de Buenos Aires y a las costas de Patagonia y Derroteros y viages à la Ciudad Encantada, ó de los Césares. La ciudad de los Césares era una especie de El Dorado de la Patagonia. Durante siglos se hicieron especulaciones, relatos y pedidos de financiamiento al virrey para descubrirla. Los Césares se pensaba que eran los descendientes de antiguos españoles que se habían perdido en un naufragio durante los primeros viajes de la conquista, y que, después de varias generaciones, habían fundado su propio imperio.

También leí una reseña de De Angelis sobre el Dogma socialista de Alberdi. Como se puede apreciar desde el título, «Juicio de este libelo», es un texto despiadado que dice mucho más sobre el rosismo que cualquiera de las tantas invectivas de los unitarios. Esto es lo más curioso: cuando leí a Sarmiento me quedó una idea buena de los federales. Recién cuando leí la pluma de guerra de De Angelis, la pluma grande, salvaje y profundamente conservadora de De Angelis, tuve una idea un poco más genuina de aquello que los unitarios combatían.

Después de De Angelis busqué con desenfreno cualquier cosa que me diera más detalles de la política, la vida y el paisaje del Río de la Plata antes del siglo XX. Justo en ese momento se murió Rivera y entonces conseguí La revolución es un sueño eterno y El farmer, dos novelas cortas ambientadas en el XIX, la primera sobre el Castelli de la revolución y la segunda sobre el Rosas del exilio. En la de Castelli, que es la mejor, el tono poético de Rivera alcanza el punto más alto; creo que para escribir algo bueno sobre Rosas después del Facundo va a haber que esperar otros 200 años.

La tierra purpúrea la recomendaron Borges, Piglia y también Alejandro Gortázar. La leí en inglés porque increíblemente todavía no hay una traducción al castellano en epub. Me gustó leerla en inglés. Lo emocionante fue encontrar un Uruguay de sangre, fuego y revoluciones, contado por Hudson en clave de aventuras en una tierra exótica. La guerra civil es una excusa para la literatura.

Quedé prendido a Hudson y seguí con Allá lejos y hace tiempo, un canto a la vida pastoril en la provincia de Buenos Aires a mediados del siglo XIX. Dicen que Hudson tiene otro libro que trata sobre un futuro utópico donde la civilización vuelve a las viejas costumbres rurales y la única tecnología avanzada es un aparato para escuchar música.

Siguiendo con los ingleses, y por recomendación de Hudson, empecé ahora el diario del viaje del Beagle, de Darwin, que recorre durante 5 años y más de 700 páginas la costa de América del Sur, desde Brasil a Tierra del Fuego, pasando por Uruguay y Buenos Aires, y pegando la vuelta por Chile y Perú.

Si bien empecé esta serie de lecturas con el interés puesto en los clásicos, de a poco el eje fue pasando a otra cuestión sobre la que hace tiempo vengo dando vueltas: la cuestión de los viajes y la aventura. Los textos viejos cuentan formas de existencia imposibles, y son por eso una rama de la literatura fantástica. Generan todavía más extrañeza cuando hablan del lugar donde vivimos, porque podemos reconocer cada desvío.

Todos los libros que no enlacé se pueden conseguir en epublibre. Me gustaría recibir recomendaciones de clásicos de Uruguay para leer después de los diarios de Darwin.

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