Taxista, se nace

Iba a ponerme a escribir sobre los últimos estudios neuropsicológicos que indagan en el cerebro de los taxistas, pero me ganaron de mano. En el siguiente artículo, descubrirán qué zonas del cerebro tienen más desarrolladas los taxistas, en qué medida el área de la rapidez de reflejos se relaciona con el epitelio del conservadurismo político, y qué ventaja evolutiva les brinda todo esto frente al común de los mortales.

Link: El sexo del cerebro o el cerebro del sexo

Al artículo en cuestión, sólo quisiera agregar que buena parte del problema que tenemos con la divulgación científica se debe a los modelos de negocio de diarios y revistas. Con las ventas en papel cada vez más reducidas, se juegan todas sus fichas al amarillismo. En este contexto, las únicas noticias «científicas» que caben son aquellas que alimentan el chusmerío (aquí entran, por ejemplo, las notas sexistas) o que «develan secretos ocultos».

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Arrepentidos

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El arrepentido

De todos los tipos humanos, el del arrepentido es, con toda probabilidad, uno de los más peligrosos.

¿Qué es un arrepentido? Fácil. Es alguien que luchó por una causa, que defendió unas ideas, que defendió un estilo de vida, y a quien las circunstancias de la realidad o de la vida lo llevaron, tras un proceso paulatino o, más comúnmente, mediante alguna clase de revelación o insight súbito, no sólo a renunciar sino también a renegar de todo aquello que era central en su vida anterior.

Ejemplos de arrepentidos hay en todas partes y son, por naturaleza, más visibles que otras personas, dado que el arrepentido suele gritar a viva voz su arrepentimiento.

Del amplio menú de arrepentidos que pululan por las calles, hay uno que es bien conocido. Se trata del chorro arrepentido. El chorro arrepentido es aquel chorro que, tras un traumático paso por la cárcel, o tal vez luego de haber perdido a un pariente cercano, entra en razones (por lo general con ayuda del pastor evangélico del penal) y se da cuenta de la execrable vida que llevaba. De allí en adelante, el chorro arrepentido hablará amargamente acerca de su pasado. Considerará que su proceso de transformación es de notable valor humano. Y sobre todo, se convertirá en un defensor a ultranza del orden, de la vía recta y de los valores cristianos. Estará convencido de que el mundo anda de mal en peor, de que la mano dura debe aplicarse desde la más temprana infancia y de que los únicos caminos para evitar el apocalipsis moral de la sociedad se hallan en el endurecimiento de las penas legales y en el amor a dios.

Otra subclase de arrepentido, extremadamente común, es la del amante infiel arrepentido. Esta especie, comúnmente transmutada luego de vivir él mismo, en carne propia, la infidelidad de su gran amor, se caracteriza por denigrar las relaciones casuales y por hablar mal de la liberalidad sexual de sus prójimos, incluso la de quienes eligen voluntariamente y de común acuerdo una vida así. El amante infiel arrepentido afirma haber «sentado cabeza», y juzga a quienes no lo hacen de poco maduros o, alternativamente, de lacras sociales. Además, muestra un nuevo y profundo fervor por la institución matrimonial, y es de la opinión que la monogamia heterosexual es un bastión necesario para el correcto funcionamiento de nuestra sociedad.

Qué decir del drogón arrepentido. Todo un caso. Como el chorro, como el infiel, el drogón arrepentido es otro ejemplo típico de nuestra fauna humana, que la emprende contra aquel oscuro objeto de placer que finalmente le ha hecho tanto daño a su vida. El drogón arrepentido, que en sus fervorosos testimonios de días enteros de delirium tremens, visiones espeluznantes y luchas mano a mano con la muerte, no duda en llevarse por delante los derechos civiles de las personas que, a diferencia de él, llevan adelante sin dificultades el consumo de sustancias psicoactivas. «¡Prohibición!» es el lema del drogón arrepentido. «¡Prohibición!» es el grito que levanta y que defiende, con la autoridad moral que le da el «haber vuelto del infierno».

Y hete aquí, en este último punto, el argumento más poderoso del arrepentido. El implacable «yo ya lo viví». El «vengo de ahí y sé lo que te digo», que tan irrefutable le resulta y que lo enceguece, impidiéndole ver más allá de su ombligo, dejándolo incapaz de discernir entre su triste experiencia y la experiencia de los otros. Porque el arrepentido, sobre todas las cosas, es alguien que no sabe que él no es el mundo. Es, como diría Freud (ya ven, apelo al psicoanálisis cuando se me canta), una formación reactiva andante. Alguien a quien la realidad afectó tanto, que hoy es incapaz de toda reflexión. Alguien temeroso. Temeroso de su propio deseo, que sigue ahí esperándolo como un perro rabioso, y temeroso de los demás, que le recuerdan día a día, en cada momento, este amargo y delicioso deseo.

Por último, una breve mención a quien es, sin lugar a dudas, uno de los arrepentidos más folklóricos y virulentos. Hablo del comunista arrepentido. El comunista arrepentido, que en su juventud defendió la revolución bolchevique y la cubana, que pintó paredes, insultó a los militares, habló de expropiaciones y de reformas agrarias, y que hoy, por el contrario, se refugia en el discurso filo-republicano, seudo-liberal, para desvalorizar o, incluso, oponerse, a los avances populares en materia económica y social. El comunista arrepentido, ese que un día fundó una cooperativa y, al primer contratiempo, comprobó la naturaleza holgazana y maligna de los seres humanos. El comunista arrepentido, que, con dudosa honestidad intelectual, equipara el desastre de las dictaduras pro-soviéticas del siglo XX con el fracaso de la idea misma de socialismo. El comunista arrepentido, que, inconfesablemente resentido por no haber podido hacer la revolución él mismo, inconfesablemente resentido por formar parte de una generación fracasada, una generación cuyos hombres y mujeres valiosos están muertos, y de la que el comunista arrepentido no es más que un residuo devaluado, alguien que, en todo caso, no luchó tanto como otros, alguien que, tal vez, no estuvo a la altura moral a la que debió haber estado, hoy, sin embargo, y quizás justamente por ese resentimiento, es el defensor más convencido y enérgico del sistema social injusto en el que vivimos.

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Aforismos digitales

– La literatura fue esclava durante 500 años de los libros. Ya no los necesita más.

– Soy el primero en decir: «Muerte al papel, que viva la literatura».

– La música ya es libre, el cine ya es libre. ¿Qué le pasa a la literatura?

– Ya se inventaron los reproductores de textos electrónicos. ¿Gracias a qué extraña conspiración pueden seguir existiendo todavía los libros impresos?

– Cualquiera que recite el viejo cliché del olor de las páginas o del placer de buscar en una biblioteca, tendrá que admitir que su actitud es tan pueril como la de un nene que colecciona figuritas.

– Cualquiera a quien le interese mínimamente el acceso a la cultura, tendrá que entender que la digitalización de todo lo escrito es absolutamente necesaria.

– ¿Qué hacen las bibliotecas en este preciso momento si no es digitalizar todo aquello que guardan juntando moho en sus estantes?

– ¿Quiénes si no las corporaciones de la edición en papel siguen interesados en demorar lo que se cae de maduro?

– ¿Hay algo más difícil de entender que acá no se trata de la pelea entre las viejas corporaciones editoriales y Amazon, sino entre todos ellos juntos y una sociedad hambrienta de libros?

– ¿Dónde están los bibliotecarios en esta pelea? ¿Dónde, por dios, están los escritores?

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Siga el relato usted mismo (versión under)

Ayer leí de nuevo el comienzo de la novela (ejem) que estoy escribiendo y la verdad, sin pudor, es que me parece bueno. Así que lo copio acá, porque se me ocurre que podría muy bien servir como uno de esos ejercicios de «Sigue la historia» que daban las maestras de Lengua en la escuela. Acá va:

«Esto que les voy a contar se trata, como notarán desde un principio, de un largo problema con las mujeres, pero se trata también de un largo y complicado problema con los hombres, y, más todavía, de un problema espantoso con la soledad, con las metáforas, con las ciudades, con la vergüenza y el ridículo, conmigo mismo y con ciertos aspectos del mundo estéticamente repelentes y existencialmente despreciables. Tal vez por esto no sea casual que la acción transcurra mayormente en Mar del Plata, aunque yo viva en San Martín, partido de la provincia de Buenos Aires, Argentina, adyacente a la ciudad capital. San Martín es la Ciudad de la Tradición y la Capital de la Industria. Lo digo para que se entienda de dónde salí yo, de dónde salió esta relación y de dónde salió Gloria. Salió de entre las casas de ropa de oferta, las pollerías y los negocios de panchos. Salió de un chalet ubicado en medio de una santería y un puesto de medialunas. Salió del corazón mismo de una ciudad depravada, como un ejemplar rastrero de la humillante victoria (de ahí su nombre, cabe pensar) del Mal Gusto. Gloria fue mi novia y lo digo sin orgullo. Yo besé a Gloria. Yo tuve sexo con Gloria. Yo pasé dos meses y medio tratando de convencer a Gloria para tener ese sexo melindroso y servicial que abarató cualquier idea previa de alma y de amor, hasta la más austera. No, yo no estoy orgulloso y sin embargo sé que las cosas en este mundo son así, que estamos destinados a sobarnos y a sufrirnos los unos a los otros, que el miedo a la soledad es inaguantable como es inaguantable su atracción, y que tal vez todo esto es lo que quería descubrir cuando el 31 de enero de 2007, apenas convaleciente de una mononucleosis que borró diferencias entre mi cabeza y mi cuello y que a punto estuvo de reventarme el bazo, escuché pacientemente la puñalada oportunista de Gloria y en lugar de suplicarle que no me abandonara, como ya había hecho en varias oportunidades, acepté esta vez tranquila y hasta irónicamente su atormentado discurso final de que me dejaba porque ella, a pesar de que había hecho todo por salvarnos, se había cansado de que yo no fuera capaz de amarla. Cinco años pegándome contra la pared y el 31 de enero de 2007 me encontré sin la pared en donde pegarme. No voy a describir la conmoción, pero creo que cualquiera que haya pasado por algo así puede reconocer el poder afiebrado y delirante del dolor extremo, el narcótico primer día tras ser abandonado. Más aún si se arrastra de los días previos una enfermedad como la mía, que me trajo al menos dos semanas de temperaturas por encima de los treinta y nueve grados…»

Por supuesto, las 60 páginas que tengo escritas a continuación desmerecen por completo el comienzo tan esperanzador. En eso estamos trabajando.

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Vieja duda

La gota que salpica cuando el chorro de pis impacta contra el agua del inodoro, ¿es de agua o es de pis?

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Judith Butler, la ley de identidad de género y los baños mixtos

Leo que en el Congreso de Argentina se comenzó a tratar una ley de identidad de género. Está bien. Es lo que viene pidiendo hace tiempo la comunidad trans para disminuir, aunque sea un poquito, la violencia que reciben desde todos lados, día tras día.

Varón

Agarro mi DNI. El campo «sexo» es el cuarto en orden de importancia, después de «apellido», «nombres» y «clase» (la manera castrense de referirse al año de nacimiento). Más abajo figura el número de documento y la nacionalidad.

Agarro una tarjeta migratoria. «Sexo» vuelve a figurar antes que «nacionalidad» y «país de residencia», al fin de cuentas lo más importante para una tarjeta migratoria.

Le pregunto a Mariana qué problema tienen los muchachos del registro civil y los de Migraciones con las partes pudendas de uno. Después de todo, «sexo» no aporta nada mejor, a efectos de la identificación de una persona, que una foto actualizada y una huella digital nítida, elementos que no faltan en toda cédula.

Lo pienso una y otra vez y llego a la conclusión de que, efectivamente, el campo «sexo» lo incluyen solamente para molestar a la gente trans.

Sigo hablando con Mariana. En un momento, ella desconfía de nuestra supuesta agudeza y dice que alguna utilidad tiene la distinción. Dice que puede ser útil, por ejemplo, para estudios demográficos. Dice además que, paradójicamente, es un dato imprescindible para medir la violencia de género. Dejar de utilizar el dato «sexo» podría invisibilizar la violencia que existe y que seguirá existiendo, al impedir cruzar esa información con otros indicadores como salario, acceso a la educación, pobreza, etc.

Estoy de acuerdo con ella, pero le pregunto, si es así, por qué no figura en el documento un campo como «raza» o «etnia», que también arrojaría datos decididamente útiles para un sociólogo. ¿Es por lo impreciso del concepto de raza? ¿O acaso porque tiene un olorcito a nazi consignarlo? Y si es así, ¿por qué no tendría el mismo olorcito el «Varón» o «Mujer» de mi DNI? Y además, si estamos hablando de datos demográficos y de estudios sociales, ¿qué mejor herramienta para preguntar por el género, sin comprometer a nadie y de forma anónima, que un censo? Y, en todo caso, ¿qué mejor que reformular la pregunta y dejarla abierta a lo que la persona quiera responder? Después de todo, muchos trans y no trans seríamos más felices si no nos obligaran a decidirnos.

Qué digo decidirnos. Decidirnos es lo que no podemos hacer ahora y es por lo que están peleando allá en el Congreso. En caso de lograrlo, será una victoria, claro. Pero seguirá siendo poco.

¿Por qué una persona a quien no le interesa cumplir con los rituales de género que le fueron asignados, una persona que se la mire por donde se la mire (sí, ahí abajo también) no concuerda con las categorías históricamente construidas de «hombre» y «mujer», debería decidirse por ser alguna de esas dos cosas?

Vuelvo a la charla con Mariana. Me dice que la determinación del sexo puede ser importante para uso médico y para estudios epidemiológicos. Concuerdo. Pero con una salvedad. Los médicos cruzan todos los días el límite del dato útil para ejercer violencia y actuar como disciplinadores. Solo un ejemplo: hoy en día, si quiero donar sangre en Uruguay, debo responder si tengo relaciones homosexuales, dato completamente irrelevante (y vil) cuando todas las donaciones recibidas se analizan más tarde en laboratorio.

En definitiva: no tengo ningún problema en hablarle de mi chota a mi médico, pero siempre y cuando él utilice este dato únicamente para curarme.

Baño público mixto

Por último, la charla con Mariana avanza al terreno cotidiano. ¿Cómo sería la vida de todos los días sin la obligación de ser hombre o mujer? De repente, aparece en la conversación un caso boludo pero que pinta problemático, como el de los baños públicos. ¿No sería incómodo estar en un mismo baño con alguien del otro sexo? Lo primero que me viene a la cabeza es la fantasía de que aumentarían salvajemente las tasas de promiscuidad y de violaciones. ¿Acaso los locos borrachos no se lanzarían a manosear mujeres? ¿Acaso uno mismo no se sentiría tentado al ver a una mujer voluptuosa inclinada frente el espejo, maquillándose? La verdad es que no sé. Sí sé (de repente me encuentro contestándome a mí mismo) que los gabinetes higiénicos son individuales y que en los mingitorios rara vez uno llega a ver la chota de un vecino. Sí sé que, en situaciones sociales normales, ningún vivillo osa siquiera mirarle el culo a una mujer que tiene al lado. En cualquier caso, la incomodidad y las fantasías se acabarían, supongo, tan pronto como nos acostumbrásemos a compartir el espacio. E intuyo que descubriríamos que no hay nada sexy en los ruidos de pedos y chorros de pis de la vecina.*

Judith Butler

Judith Butler escribió largo y tendido sobre la violencia de las construcciones sociales históricas de sexo y género. Nos contó cómo estas construcciones sociales ejercen presión sobre el desarrollo pulsional y hasta físico de las personas. Sobre cosas tan escalofriantemente básicas como lo que nos gusta, la imagen que tenemos de nosotros mismos y del mundo, la forma de caminar o cuánta fuerza tenemos.

Una vez un amigo argumentó que no es bueno borrar distinciones tan básicas como la de género, dado que nos ayudan a ordenar el mundo. Decía que si dejáramos de pensar en hombres y mujeres, habría un empobrecimiento de significados. Probablemente mi amigo tenía razón. Creo que en este caso la solución no va por el lado de eliminar distinciones ni de promover la uniformidad (y esto lo digo a pesar del afán destructivo que me agarra cada vez que veo una revista Hombre o Cosmopolitan). Mejor es actuar, como Judith, para revolucionar los géneros con una explosión de significados nuevos. Mejor es ser sujetos «con género», que tomamos parte activa en la conformación de nuestra identidad.

Cuando eso pase, cuando lo queer no sea la excepción sino la regla, no va a tener demasiado sentido que los del registro civil sigan fabricando las libretas con el campo «sexo».

* Mariana me pide que aclare que ella también está radicalmente a favor de los baños mixtos.

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El zen puro seguirá existiendo cuando los esnobs como yo hayan desaparecido

Tardé exactamente cuatro libros de David Foster Wallace y tres libros y medio de J. D. Salinger para darme cuenta de la cosa más obvia del mundo, y es que uno de los dos se estaba copiando. La cronología le da la derecha al buen Jerome. Lo cual dice mucho en favor de él, porque no es lo mismo escribir acerca del desastre de vivir en Estados Unidos (o, más bien, de vivir) en 1950 que hacerlo en 1990. David tenía al propio Jerome y a Pynchon y a toda la barra de su generación a favor. David fue el genio sobresaliente de una camada de escritores. Jerome, en cambio, inventó todo.

Por supuesto, no soy el primero que se da cuenta del parentesco entre D.F.W. y J.D.S. Quizás debería haberme dado cuenta antes. O quizás lo hice, pero me olvidé o me hice el sota y ahora vuelvo a poner cara de asombro como si nunca hubiera pasado.

La cuestión es que busqué en la red gente que hubiera hablado de esta afinidad y me resultó curioso (estéticamente curioso, quiero decir) encontrar alguien a quien el insight le sucedió después de haber leído probablemente las dos mejores obras de cada uno (El guardián entre el centeno y La broma infinita). A mí me pasó con las dos peores obras. O, al menos, las dos peores entre las que leí: Levantad, carpinteros, la viga maestra, y Seymour, una introducción de Salinger, y Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer, de David. La broma infinita no la leí (de paso, aviso que si alguien me dice dónde encontrar este libro en Argentina o Uruguay, le cocino ñoquis), y El guardián entre el centeno está bastante difusa en mi memoria.

Lo que une a David con Jerome es un problema que tienen en común. Son personas extremadamente inteligentes, superdotados, a los cuales la normalidad de su vida occidental del siglo XX los perturba. Ambos, al mismo tiempo, comprenden que la pose de genio perturbado, de héroe cínico, no conduce a nada productivo y es, en cambio, uno más de los tantos roles típicos que la sociedad de la post segunda guerra mundial estadounidense tiene para ofrecer. No pueden evitar despreciar al 99 por ciento de las personas normales, aunque al mismo tiempo ellos saben que no son capaces de proponer una solución al sufrimiento y a la estupidez. En algún punto, saben que el mundo tal cual lo vivimos no permite una respuesta eficaz al sufrimiento.

La obra de Salinger es fácil de entender en estos términos. El guardián entre el centeno es el punto de partida. Holden Caulfield es el adolescente que no puede entender el mundo en el que vive y termina hospitalizado por una crisis mental. Los libros posteriores de Salinger son intentos, cada vez más radicales, de dar una respuesta al problema de Holden. En Franny y Zooey, la crisis mental de Franny es el punto de partida de la novela, y a partir de ahí, la respuesta, siempre incompleta, siempre ardua, está metida en el plano de lo religioso. En Seymour, una introducción, se asume ya más abiertamente la conversión religiosa y se la propone como la solución verdadera. Lo curioso en Salinger es que a pesar de que alcanzó, al menos en teoría, la solución al gran problema de la existencia, siempre queda en su escritura un tono llamativamente melancólico. Como si Salinger sufriera, bien porque se siente un farsante cuando afirma que asume el modo de vida taoísta, o bien por la imposibilidad de transmitir su experiencia religiosa a través del lenguaje. Por una cosa u otra, texto a texto su escritura se va a haciendo más fragmentaria y autorreferente. Salinger no puede afirmar nada sin agregar un matiz o una afirmación en contrario. No puede describir nada sin sentir que lo hace de forma imperfecta. La tristeza que uno siente al leer a Salinger viene, en buena medida, de la comprobación de la inutilidad de toda escritura.

Salinger escribe en Seymour, una introducción:

«(…) he llegado a saber, mejor que nadie, que alguien que escribe en éxtasis de felicidad suele ser un tipo demasiado agotador para tenerlo cerca.»

«La marca, pues, del religioso evolucionado (…) es que suele comportarse como un tonto, incluso como un imbécil.»

«Me doy cuenta de que el incesante júbilo interior que siento y que espero haber llamado correctamente aunque con tanta reiteración, felicidad, amenaza con convertir toda esta obra en el soliloquio de un idiota.»

«Pido perdón por esta verborragia. Por desgracia es probable que haya más.»

«¿Por qué me cansa tanto esto? Las manos me transpiran, se me revuelven las tripas.»

«El zen puro, ¿es necesario añadirlo? -y creo que sí, al paso que voy- seguirá existiendo cuando los esnobs como yo hayan desaparecido.»

Lo anterior es solo una muestra de cientos de referencias parecidas que sobrecargan el texto (el cual, para ser breve, se trata de una mera descripción que hace Buddy Glass de su hermano mayor Seymour) hasta volverlo insoportable.

Yo creo que Salinger sufre porque sabe que sigue atrapado en el mundo de antes, en el de Holden. Es el peligro de toda conversión. Cuanto más radical es tu cambio, más temés ser un farsante. Salinger parece estar siempre al borde de matarse como el mismo Seymour, es decir, matarse por no entender nada del mundo donde vive.

David es de la misma estirpe que Jerome, pero se planta un paso antes. No es que descarte lo espiritual cuando le busca una solución a la vida. David viene de familia cristiana, y en varios de sus ensayos alude a la necesidad de buscar una salida religiosa a la agobiante frustración cotidiana, dada la inutilidad de cualquier otra vía.

David es cristiano (Jerome también lo era, además de taoísta), pero es un cristiano incapaz de creer. David no puede creer en dios sencillamente porque sabe que es una pelotudez creer en dios, aunque al mismo tiempo sabe que es necesario creer en dios si se quiere tener una vida mínimamente feliz, razón por la cual envidia a la gente que cree en dios, sin dejar de subestimarlos y despreciarlos, cosa de la que se da cuenta y por la cual se siente miserable.

Los personajes de David se siguen preguntando eternamente las preguntas de Holden Caulfield. Es más, la obra de David, como bien se dice acá, es una reescritura al infinito de El guardián entre el centeno. La ventaja que tiene David es que ya sabe que la solución de Jerome es insatisfactoria (y lo sabe justamente por haber leído la obra de Salinger). En El neón de siempre, el protagonista va a clases de yoga y termina siendo el mejor discípulo de su maestro, pero es terriblemente consciente de que miente como el peor cada vez que simula que está meditando. Sabe que para él es imposible la solución del yoga, sabe que el yoga es para él lo mismo que antes fue la cocaína o el método Waldorf.

David sabe que estamos hasta el cuello y que probablemente lo único que nos queda es terminar chiflados o explotar o colgarnos. Probablemente no hay ninguna solución. Pero si detrás de toda la maraña de sufrimiento y cinismo en la que vivimos, hay algo, es solamente siguiendo hasta el mismísimo final las fabulaciones de Holden que lo vamos a encontrar.

Por supuesto que David jamás encontró nada y por eso se mató (en la vida real, quiero decir). A Jerome le fue un poco mejor con su yoga: se recluyó para siempre en su choza a meditar.

Pero como a mí me importa mucho menos el destino de estos tipos que su obra, es que defiendo a David. David siguió luchando con el lenguaje hasta que no le dio más el cuero. Jerome «encontró» la solución, aunque yo (de envidia, por supuesto) sospecho que esa solución nunca fue del todo satisfactoria para él. Ningún autor fue capaz de transmitir tanta melancolía al hablar de su felicidad.

Yo no le creo a Jerome (y que Jerome me perdone). A David, sí.

De todas formas, claro, son dos grandes hermanos. Ambos comparten ese defecto en la personalidad que no les permite simplemente pasar del mundo y denunciarlo a rabiar. Ambos son «chicos buenos», a pesar de sí mismos. La paradoja del superyó*. Henry Miller, Bukowski y Céline, menos neuróticos, simplemente mandan el mundo a cagar. J.D.S. y D.F.W. no pueden dejar de sentir piedad por el mundo. Esa piedad, hija del sentimentalismo, lo mandó a uno a la tumba y a otro al ostracismo.

Moraleja: hay que tenerle desconfianza a la «buena conciencia».

* http://presspectiva.net/  (dossieres, literatura americana, David Foster Wallace)

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La culpa es de mis padres que dormían la siesta

Hat Trick Hero

No sé si lo dije, pero toda la vida sentí una fascinación excesiva, si se quiere desatinada y hasta patológica, por los videojuegos o arcades. Más aún, en una época de mi niñez, fui extremadamente hábil en una buena cantidad de títulos.

Tenía facilidad con una variedad enorme de géneros (exceptuando, quizás, los de peleas callejeras y los de tiro al blanco). Pero si hubo un género donde me destacaba especialmente era en los juegos de fútbol, para los cuales desarrollé una capacidad que cualquier programador de videojuegos consideraría alarmante.

Para describir mi capacidad, debería antes explicar un poco las particularidades de los arcades de fútbol. Estos juegos suelen estar estructurados como un campeonato. El jugador elige un equipo (casi siempre se trata de selecciones nacionales) y se enfrenta a una seguidilla de rivales, ordenados por orden de dificultad. Para llegar a la final son necesarios seis o siete partidos (o bien cinco, me corregiría un jugador de Virtua Striker con mucha razón, aunque el Virtua Striker, a pesar de sus muy buenos gráficos, es un juego menor, y la corta duración del campeonato, producto del amarretismo de sus diseñadores, no hace más que confirmar lo que estoy diciendo). Si el jugador gana el partido, sigue adelante. Si empata o pierde, queda afuera y se acaba la ficha. En juegos como el Hat Trick Hero o el World Cup, yo salía campeón 99 de cada 100 veces. La gracia, por lo tanto, no estaba para mí en saber si iba a ganar la copa. Por el contrario, desarrollé un desafío propio que consistía en marcar la mayor cantidad posible de goles. Mi record en el Hat Trick Hero, por ejemplo, fue de 42 goles (a razón de 6 por partido, y hay que tener en cuenta que los partidos duran sólo 2 minutos).

Lo que me hacía particularmente bueno en los juegos de fútbol era un don personal, una especie de hipersensibilidad, que es la quintaesencia del buen jugador, y que paso a exponer. La índole de la programación de estos juegos hace que, por alguna razón, la diferencia fundamental entre los equipos más débiles, que son los primeros que uno enfrenta, y los más poderosos, cuyo mayor exponente es el equipo de la final, sea la velocidad de los jugadores (hay otros aspectos, como la precisión en los pases y en los remates, pero a los efectos de esta explicación son secundarios). En el primer partido, los rivales corren mucho más lento que los jugadores propios. En la final, los rivales son dos veces más rápidos. Pero lo cierto es que los equipos más competentes no se caracterizan por ninguna táctica o estrategia mejor que los primeros. Dado que la máquina juega “siempre igual”, hay ciertas jugadas de ataque, ciertas formas de marcar goles, que funcionan contra todos los equipos. Es algo así como un “defecto de fabricación” del juego que permite que uno pueda marcar goles haciendo siempre la misma jugada. Por supuesto, estas jugadas fetiche no son siempre fáciles de hacer, a veces requieren de movimientos extremadamente veloces y precisos, pero con práctica y algo de destreza, uno puede marcar una enorme cantidad de goles exactamente iguales a todos los equipos. Volviendo a mí, no sólo era bueno en ejercitar esta clase de goles, sino que, además y sobre todo, era muy bueno en descubrir nuevos “trucos” para hacer goles. La importancia de esta capacidad no sé si es evidente en una primera lectura, pero cabe resaltarla. Radica en que, una vez que alguien descubre un truco, este se divulga, gracias a ciertas personalidades observadoras, con la velocidad de un chisme entre la comunidad de niños, adolescentes y adultos jugadores, y acaba por popularizarse, con toda razón, en cuestión de semanas. Yo he visto con mis propios ojos cómo un truco inventado por mí en Las Toninas se ejecutaba un día después en San Clemente y semanas más tarde en Buenos Aires, y me arriesgaría a afirmar, esto sí sin haberlo visto, que el truco de la doble chilena en diagonal al segundo palo en el Hat Trick Hero, cruzó las fronteras nacionales y es hoy en día patrimonio de todo buen jugador de arcades en cualquier lugar del planeta.

Mi bienamado Pac-Land

También supe ganarme una fama en el Super Volleyball, en el Snow Bros. y en el Hang On. Aunque, por fuera de los juegos de fútbol, sin dudas donde desarrollé mayor habilidad fue en el inolvidable Pac-Land. El Pac-Land era un juego del género de aventuras en dos dimensiones (también llamado género de plataformas, dado que el protagonista avanza en un plano saltando a través de “plataformas” hasta llegar a la meta) cuyo protagonista era Pac-Man. El argumento era que Pac-Man salía de su pequeña casa y, por alguna razón, se enfrentaba a los fantasmas de siempre y a una serie de obstáculos que podían hacerle perder la vida cayendo al agua o al vacío. Al final del camino, Pac-Man se encontraba con un hada que le regalaba unos zapatitos de cristal, los cuales le permitían volar. Con ellos, debía atravesar el mismo nivel en sentido inverso hasta llegar por fin de nuevo a su hogar, donde lo esperaban, alegres, Misses Pac-Man y Baby Pac-Man. Soy, y lo digo con orgullo, la única persona que jamás vi u oí, que llegara al nivel 8 del Pac-Land. No sólo conozco todos los trucos, desde cómo ahorrarme dos niveles comiendo una pastilla ubicada detrás de un tronco en el bosque hasta cómo obtener vidas extra debajo de los acantilados, pasando por hacer brotar flores con mis saltos. No es sólo eso. Hay en mí (y aquí está la diferencia con los demás buenos jugadores de Pac-Land) un manejo y un conocimiento del personaje que fue, en todos los escenarios donde me hice presente, digno de asombro. Si hay un hecho tangible que lo demuestra, es que jamás nadie me vio, por ejemplo, maltratar la palanca ni el botón del juego (algo que era extremadamente habitual entre mi colegas, dado que el procedimiento para hacer correr a Pac-Man era a través de sucesivos “golpecitos” a la palanca, lo cual derivaba en exabruptos catastróficos por parte de algunos desequilibrados expuestos a situaciones angustiantes, exabruptos que redundaban muchas veces en que la palanca no funcionara todo lo bien que era de esperar por alguien que, como yo, había pagado el valor completo de mi ficha). Yo era capaz de dominar a mi alter ego amarillo con sutiles movimientos de mis dedos, apenas con un leve trabajo de la muñeca, y por supuesto sin gesticulaciones ampulosas ni gritos roncos como es costumbre en las salas de videojuegos. Todo lo cual de ningún modo me convertía en un autómata, sino que, por el contrario, la sutileza cultivada me permitía sentir el juego de una forma muy distinta, intensa y subterránea. Era como si, con mis manos, yo acariciara al personaje, como si lo llevara conmigo de la mano por aquellos mundos hostiles, como si del entendimiento sobrehumano entre él y yo dependiera su suerte. Y así llegué a grados de dominio verdaderamente asombrosos. Era capaz de esquivar manadas enteras de fantasmas por los intersticios más pequeños, en medio de corridas y frenazos que no sólo eran difíciles de ejecutar sino difíciles de imaginar. Era capaz de detenerme a milímetros de un precipicio y calcular el momento exacto del salto entre plataformas móviles distantes mientras arreciaban, simultáneamente, decenas de fantasmas en autos, colectivos, aviones y hasta platos voladores. Era capaz de hacer todo esto y además comer las frutas dispersas por el camino y obtener el casquito azul caza-fantasmas detrás de una bomba de agua. Era invariablemente el hacedor de los records de cada día, y más de una vez, el dueño del local, al resetear la máquina por la noche, no supo que probablemente estaba borrando la marca más alta alcanzada por cualquier jugador en todo el planeta.

Jamás gané ese juego, pero hasta donde sé, jamás lo ganó nadie. En el nivel 7 la pantalla se volvía completamente oscura y sólo se veían los escasos centímetros delante del héroe, que llevaba una pequeña linternita roja. En el nivel 8 no había ni siquiera un piso, y la única forma imaginable de avanzar era montado a los aviones de los mismísimos fantasmas, o abriéndose paso entre unos troncos flotantes, sacudidos por las olas más terribles. Repito, nadie ganó jamás ese juego, y yo fui el único que llegó alguna vez al nivel 8.*

A los siete años, mi pasión por el Pac-Land era tan grande que un día, en un partido especialmente largo, llegué a cagarme encima por no abandonar la máquina y caminar la media cuadra que había hasta el baño de nuestro departamento de Las Toninas. Y no es que estuviera descompuesto aquel día. Por el contrario, el sorete salió duro y generó una especie de chichón en mis pantalones. Cuando lo tiré al inodoro (acá tengo que aclarar que, al sentir que algo que salía de mi ano me levantaba del asiento, sufrí un terror ominoso, y dejé, creo que por única vez, un juego abandonado por la mitad, en el propio transcurso de la acción, para llegar a casa corriendo), cuando lo tiré por el inodoro, digo, casi no había manchado mis calzoncillos. Es decir que no hubo ninguna clase de diarrea atenuante. Me cagué por la pasión.

Y es en este contexto, con estos antecedentes, que deben entenderse, tal vez, varios aspectos de mi vida, entre ellos mi éxito sistemático en los juegos de cartas (no debe olvidarse de dónde salieron los fondos para gran parte de mis quehaceres en los últimos tres años), las sobrecogedoras manías domésticas y el interés perpetuo en asuntos a todas luces banales como las calificaciones académicas, las carreras de autitos de colección, las estadísticas deportivas y, por qué no, la literatura.

*Internet es cruel.

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Militancia

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Hay cosas en este mundo que, sencillamente, me pierdo.

El otro día leía en Internet que Cristina había elegido a su candidato a vicepresidente, Amado Boudou. Para saber más acerca de este hombre, llegué a un artículo que, entre distintos datos biográficos, mencionaba que «como estudiante de economía en la Universidad de Mar del Plata militó en la Upau, el brazo gremial universitario de la Ucede de Alvaro y María Julia Alsogaray. Ya recibido, hizo un master en Economía en el CEMA, usina de formación de los estrategas principales de la política económica del menemismo».

El propósito de este post, sin embargo, no es discutir sobre el devenir ideológico de Boudou, sino que trata de algo más personal, una inquietud que desde hace tiempo me carcome, un quiste existencial que tiene que ver con el término militancia y cuya fecha de inicio se remonta a mi entrada en conocimiento de dos organizaciones bien concretas: los Jóvenes Blancos y los Jóvenes PRO.

Los Jóvenes Blancos y los Jóvenes PRO son lo que sus nombres indican: la juventud del Partido Nacional uruguayo y del PRO argentino. Dicho de otra forma, son la militancia fresca de los partidos neoliberales rioplatenses. Dicho de otra forma, son lo imposible.

No es que no me entre en la cabeza que alguien pueda militar a la derecha. Por el contrario, entiendo (y me parecen completamente naturales) las militancias de jóvenes fascistas o neonazis. Hay algo en esos movimientos, una idea mayor, una causa, una fuerza estética, que es capaz de mover a la militancia con toda legitimidad. Los nazis serán espantosos, pero son entendibles.

Lo que me resulta misterioso, incomprensible, inefable, es la militancia neoliberal. Y me resulta inefable justamente porque todos sabemos que el mejor militante neoliberal es el no militante. El ideal absoluto del neoliberalismo es la apatía política perfecta, la indiferencia radical hacia toda forma de participación social y política.

Por decirlo de otra manera, la Ucede de Amado se habría beneficiado mucho más de Amado si Amado no hubiera militado en ella. (Aquí es donde comienzo a pensar que Amado quizás ya era un revolucionario, quien, sabiendo esto, comenzó a militar en la Ucedé para destruirla desde sus propias entrañas).

Lo mismo pasa con los Jóvenes Blancos y los Jóvenes PRO, pibes que, a pesar de esforzarse por repetir consignas estremecedoramente banales y paradójicas, no entienden que, así y todo, lo mejor que pueden hacer por el neoliberalismo es dedicarse a otra cosa. Ver cine en 3D, leer a Chopra, comprarse un iphone… lo que sea.

Pero lo verdaderamente misterioso, lo que me inquieta y algunas noches me despierta estremecido, no es la mera paradoja política, sino las inescrutables razones psicológicas de estos pibes: el por qué, por qué, POR QUÉ, estos pibes militan.

Si no hay ahí nada, si no hay ahí ninguna utopía ni idea ni visión ni voluntad que pueda entusiasmar o mover mínimamente a una marmota, cómo es que hay, entonces, en algún lugar del mundo, decenas o quizás cientos de pibes que se reúnen en torno a eso y se sacan fotos y reparten boletas y hablan, y hasta quizás (pero esto ya va más allá de mi inteligencia) creen en algo, y buscan algo, y sueñan con algo, y desean algo. Algo que sus formaciones escolares tal vez no les permite formular, algo que sus acentos cool quizás no les deja enfatizar, algo que de cualquier modo no puede ser, en ningún caso, las consignas de sus partidos neoliberales.

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